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Ano 8 - N° 394 - 21 de Diciembre de 2014
THIAGO BERNARDES                     
bernardes.thiago2@gmail.com
       
Curitiba, Paraná (Brasil)
 
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 
 


Con Jesús tuvo inicio una nueva era

 

 
 
El pueblo judío aguardaba ansiosamente al Mesías anunciado por los profetas de la Antigüedad, el cual, llegando al mundo, pudiera liberarlo del yugo de Roma, pero Jesús vino y no fue absolutamente entendido por los israelíes.

Conforme dijo Emmanuel, los sacerdotes no esperaban que el Redentor buscara la hora más oscura de la noche para surgir en el paisaje terrestre, pues, según su concepción, Cristo debería llegar en el carro magnífico de sus glorias divinas y conferir a Israel el cetro supremo en la dirección de los pueblos del planeta.

Hubo, pero, quien lo reconociera como Cristo anunciado por los profetas de la Antigüedad, aunque haya él llegado humilde entre los animales de un pesebre y como hijo de un simple carpintero.

Entre los que lo reconocieron debemos destacar a aquellos que más tarde se harían sus discípulos, apóstoles y seguidores, que pudieron oír de la propia voz de Jesús, en diversas ocasiones, ser él el Enviado del Padre, como muestran estos pasajes bíblicos:

“Quien quiera que me reciba, recibe aquel que me envió.” (Lucas, 9:48.)

“Aquel que me desprecia, desprecia a aquel que me envió.” (Lucas, 10:16.)

“Aquel que me recibe no me recibe a mí, sino que recibe aquel que me envió.” (Marcos, 9:37.)

“Aún estoy con vosotros por un poco de tiempo y voy enseguida para aquel que me envió.” (Juan, 8:42.)

Jesús no es Dios, pero sí un enviado del Padre a la Tierra

Está bien caracterizado en las citas transcritas que Jesús hablaba en nombre del Padre y fue por Él enviado, hecho que muestra una dualidad de personas y excluye la igualdad entre ellas, porque el enviado necesariamente es alguien subordinado a aquel que lo envía. Ese pormenor merece ser meditado por todos cuántos piensan que Jesús y Dios constituyen una única persona, un equívoco que es igualmente contestado por las citas siguientes:

• “Si me amarais, os rejubilizaríais, pues que voy para mi Padre, porque mi Padre es mayor que yo.” (Juan, 14:28.)

• “No he hablado por mí mismo; mi Padre, que me envió, fue quién me prescribió, por mandamiento suyo, lo que debo decir y cómo debo hablar; y sé que su mandamiento es la vida eterna; lo que, pues, yo digo es según lo que mi Padre me ordenó que lo diga.” (Juan, 12:49 y 50.)

Los apóstoles, evidentemente, creían piamente ser Jesús el Mesías aguardado, lo que puede ser deducido con facilidad de las siguientes citas constantes de Actos de los Apóstolos:

“Que, pues, toda la Casa de Israel sepa, con absoluta certeza, que Dios hizo Señor y Cristo a Jesús que vosotros crucificasteis.” (Actos, 2: 33 a 36.)

“Moisés dijo a nuestros padres: El Señor vuestro Dios os dará de entre vuestros hermanos un profeta cómo yo. Escuchar en todo lo que él diga. Quién no escuchara a ese profeta será exterminado del medio del pueblo. Fue por vosotros de entrada que Dios di a su Hijo y os lo envió para bendeciros.” (Actos, 3:22, 23 e 26.)

“Fue a él que Dios elevó por su diestra, como siendo el príncipe y el salvador, para dar a Israel la gracia de la penitencia y la remisión de los pecados.” (Actos, 5:29 a 31.)

“Pero, estando Esteban lleno del Espíritu Santo y elevando los ojos al cielo, vio la gloria de Dios y Jesús que estaba de pie a la derecha de Dios.” (Actos, 7:55 a 58.)

Antes de venir, Jesús envio a la Tierra uma pléyades de misioneros

No es difícil comprender que la venida de Jesús entre nosotros envolvió un intenso trabajo por parte de todos aquellos Espíritus convocados a participar de su gloriosa misión. Cada cual recibió una tarea específica, de dedicación y amor, a fin de facilitar la venida del gobernador espiritual de la Tierra a los planos inferiores.

Inicialmente, Jesus envió a las sociedades del globo el esfuerzo de auxiliares valerosos en las figuras de Ésquilo, Eurípedes, Heródoto y Tucídides y, por fin, la extraordinaria personalidad de Sócrates, entre los griegos. En China encontraremos Fo-Hi, Lao-Tsé y Confúcio; en el Tibet, la personalidad de Buda; en el Pentateuco, Moisés; en el Corán, Mahoma, de modo que cada pueblo recibió, en épocas diversas, los instructores enviados por el Maestro.

La familia romana, cuyo esplendor consiguió atravesar múltiples eras, parecía atormentada por los más tenaces enemigos ocultos, que al poco le minaron las bases más sólidas, sumergiéndola en la corrupción y en el exterminio de sí misma. La venida de Cristo estaba próxima y Roma, sede del mundo, parecía no darse cuenta de eso.

La aproximación y la presencia consoladora del Divino Maestro en el mundo era motivo suficiente para que todos los corazones experimentaran una vida nueva, aunque ignoraran la fuente divina de aquellas vibraciones confortadoras.

Las entidades angélicas del sistema, en las proximidades de la Tierra, se mueven y varias providencias de vasta y generosa importancia son adoptadas. Son escogidos los instructores, los precursores inmediatos, los auxiliares divinos. Una actividad única se registra entonces, en las esferas más próximas del planeta y, cuando reinaba Augusto en la sede del gobierno del mundo, se vio una noche llena de luces y de estrellas maravillosas. Armonías divinas cantaban un himno de sublimadas esperanzas en el corazón de los hombres y de la naturaleza.

Las entidades angélicas del sistema, en las proximidades de la Tierra, si mueven y varías providencias de vasta y generosa importancia son adoptadas. Son escogidos los instructores, los precursores inmediatos, los auxiliares divinos. Una actividad única se

Una era de armonía precedió el advenimiento de Jesús

Los historiadores del Imperio Romano siempre observaron con espanto los profundos contrastes de la gloriosa época de Augusto. Cayo Júlio César Octavio había llegado al poder envuelto en una serie de acontecimientos felices. Comenzó con aquel joven enérgico y magnánimo una nueva era.

El gran imperio, como influenciado por un conjunto de fuerzas extrañas, descansaba en una onda de armonía y júbilo, tras guerras seculares y tenebrosas. El paisaje glorioso de Roma jamás había reunido tan grande número de inteligencias, ya que fue en esa época que surgieron Virgílio, Horácio, Ovídio, Salústio, Tito Lívio y Mecenas. La razón de ese espanto se debe al hecho de que muchos historiadores no se dieron cuenta que fue en esa misma ocasión que el mundo conoció el Evangelio. Se olvidaron que el noble Octavio era también hombre y, obviamente, no consiguieron saber que en su reinado una cohorte especial, relacionada a la obra de Cristo, se aproximaba a la Tierra, en una vibración profunda de amor y de belleza.

Se acercaban a Roma y del mundo Espíritus belicosos, no más, como Aníbal o Alejandro, pero otros que se vestirían de los andrajos de los pescadores para servir de base indestructible a las eternas enseñanzas del Mesías. Emergían en los fluidos del planeta los que prepararían la venida de Jesús y los que se transformarían en seguidores humildes e inmortales de sus espacios divinos.

El hecho es que, con la llegada de Cristo, se cumplían las profecías: nacía Jesús y se iniciaba para el globo terrestre una nueva era, cuyo advenimiento es recordado por los hombres, todos los años, por ocasión de la Navidad, como haremos de nuevo esta semana.
 



 


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