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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Ano 4 - N° 187 - 5 de Diciembre del 2010

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

La bicicleta

 

Mauricio estaba muy molesto. Deseaba correr, juguetear, subir en los árboles, jugar con el balón y no podía. Por la ventana de la sala él veía que el día estaba soleado y que los niños jugueteaban allá fuera. Solamente él no podía jugar.

Sentado en una silla de ruedas, que la madre había pedido prestada para que él pudiera moverse con más facilidad, se sentía irritado, nervioso. Miró la pierna enteramente enyesada y suspiró impaciente.

La madre, que entraba en ese instante, viendo la expresión del niño, preguntó:

— ¿Por qué estás así de nervioso, hijo mío? ¿Estás con dolor?

El chico lanzó una mirada para la madre, como si ella no entendiera nada, y respondió:

— Por casualidad, mamá, ¿crees que es bueno quedar preso en una silla de ruedas, como yo? ¡Ni puedo juguar con los amigos!...

La madre con toda calma se sentó en el sofá, cerca del hijo, y dijo:

— Yo encuentro, Mauricio, que tu situación es mucho mejor que la de un gran número de personas, inclusive niños, que son obligadas a moverse en una silla de ruedas por no tener otra opción.

— ¡Pero yo voy a quedar un mes entero andando en esa silla horrorosa!...

— Como yo dije, hay niños que quedan la vida entera. Tú, hijo mío, sólo te fracturaste la pierna e inmediatamente podrás volver a andar. ¡Agradece a Dios por eso!

— ¿Yo? ¿Agradecer por haberme roto la pierna?...  

Con serenidad la madre respondió:

— ¡Sí! ¡Podría haber sido mucho peor!... Además de eso, piensa en el motivo que te llevó a herirte. Reflexiona bastante y ve como Dios es bueno..

El niño bajó la cabeza, manteniéndose callado, y la madre sugirió:

— Mauricio, vamos a salir un poco de casa. Va a hacerte bien.

La madre empujó la silla de ruedas hasta el patio y, acomodándolo en la sombra de un gran árbol, dijo:

— Hijo mío, aprovecha el momento y observa la Naturaleza. Ve lo que tú tienes que aprender de ella. Ahora voy a preparar el almuerzo.

La señora entró, dejándolo solo en el jardín.

Mauricio comenzó a mirar las plantas, los pájaros, la brisa fresca que soplaba. Miró para un árbol a su frente y notó que el suelo estaba

cubierto de hojas viejas, pero la copa se renovaba con otros brotes que estaban naciendo. Vio que los pajaritos aprovechaban sus ramas para construir los nidos. Prestando atención, él vio más: que las hormigas, insectos y pequeños animales se beneficiaban de aquel árbol, haciendo de el su refugio.

Él miró para el suelo y vio que, en medio de las flores que su madre había plantado, otras semillas, cayendo, habían también brotado, generando nuevas mudas y mucho más flores.

Tras analizar todo a su alrededor, Mauricio lanzó la mirar sobre sí mismo. Había aprendido en la escuela que las células del cuerpo se renuevan, echando fuera las células viejas y generando otras nuevas, en un trabajo de reconstrucción

Entonces, reflexionando, Mauricio entendió:

— Necesito tener la paciencia de la Naturaleza, que trabaja sin cesar, mostrándose siempre renovada. Yo también tengo que tener paciencia para recuperar los huesos fracturados.

Y, al pensar en la caída, Mauricio se acordó del momento en que había caído. Él había quedado irritado con Sara, la hermana más pequeña, que había cogido su bicicleta sin pedir permiso. Al verla llegar con su bicicleta querida, Mauricio se llenó de rabia. La sangre le subió a la cabeza y él no miro nada más. Cogiendo un palo en el suelo, avanzó para hacia la niña, que comenzó a gritar, aterrada.

— ¡Socorro! ¡Mamá acude!...

En ese exacto momento, Mauricio tropezó en la raíz de un árbol, y cayó en el suelo. Inmediatamente sintió un dolor intenso y no consiguió levantarse. Al caer de mala forma, él había fracturado dos huesos: uno del pie y otro de la pierna.

Delante de ese recuerdo y de lo que podría haber ocurrido, Mauricio comenzó a llorar. Su madre tenía razón. ¡Si no hubiera caído, tal vez hubiera causado un daño mucho mayor a Sara!

Entonces, el chico reconoció que Dios había sido muy bueno con él, impidiéndole cometer una acción que ciertamente iría a lamentar el resto de la vida. Elevando el pensamiento al Padre, él hizo una plegaria agradeciendo por haber sido impedido de golpear a la hermana.

En ese instante, la niña llegó de la escuela y fue hasta junto a él, preguntando con su voz infantil:

— ¡Hola, Mauricio! ¿Tú estás mejor?

— ¡Mucho mejor, Sara! Gracias por preguntar — respondió sonriente. — A propósito, quería decirte que tú puedes usar mi bicicleta, ¿eh?

El rostro de la niña se iluminó:

— ¿De verdad? ¿Tú no vas a pelear conmigo?...

— No. Pensando bien, voy a hacer más aún. ¡Como voy a estar un buen tiempo enyesado, te la doy de regalo a ti! En verdad, ella es pequeña para mí.  

La niña quedó emocionada y lo abrazó con cariño y gratitud.

— ¡Gracias, Mauricio!
 

La madre, que veía la escena, se aproximó al hijo y colocando la mano en el hombro de él dijo en voz baja:

— Muy bonito lo que tú hiciste, hijo mío.

Él cambió una mirada con la madre y respondió con los ojos húmedos:

— Tú tenías razón, madre. Dios es muy bueno y nos ayuda dando siempre lo mejor. Podemos hasta no entender en la hora, pero Él sabe lo que hace y nos da lo que necesitamos. ¡Y, con eso, nos concede la oportunidad de aprender a controlar a cólera y de ejercitar la paciencia!...

En poco tiempo, Mauricio estaba mucho mejor, ya podía andar con muletas e inmediatamente volvió a la vida normal. Sin embargo, nunca olvidó aquella lección que le serviría para el resto de la vida.  


                                                          Meimei


(Recibida por Célia X. de Camargo, en 15/11/2010.)   


 

                          



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Revista Semanal de Divulgación Espirita