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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Ano 4 - N° 185 - 21 de Noviembre del 2010 

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

La sorpresa del rey

 

Hace mucho tiempo atrás, existía un rey que vivía dentro de un castillo maravilloso, donde tenía todo lo que necesitaba.

Esclavos lo cercaban, atendiéndole a los más pequeños deseos. Sus trajes eran lujosos, usaba los mejores perfumes y su mesa era abundante.

Para alegrar sus días, los músicos tocaban lindas melodías, mientras jóvenes y bellas esclavas bailaban para él.

A pesar de tener todo, ese rey no era feliz.

Un día, decidió salir del castillo para conocer el reino.

Vistió el traje simple de los esclavos y salió, sin que nadie lo notara, por el gran portón del palacio.

Anduvo bastante por la ciudad recorriendo todos los lugares. Vio cada súbdito trabajando en sus múltiples actividades: había comerciantes, herreros, carroceros, panaderos, campesinos.

Observó sus casas, muy pobres, donde niños flacos, sucios y mal vestidos, jugueteaban en las calles en medio de la suciedad.

Incomodado con el mal olor, el soberano deseó salir de la ciudad y conocer el campo, donde ciertamente el aire sería más puro. Anduvo bastante y, sintiéndose cansado, buscó un lugar para descansar.

Notó a un niño sentado a la sombra de un gran árbol y decidió aprovechar la oportunidad para saber lo que el pueblo pensaba del rey.

Se aproximó y preguntó:

— Joven, ¿de quién son estas tierras que están siendo cultivadas? El jovenzuelo respondió, sin titubear:

— Del rey, mi señor.

Entonces, orgulloso, el rey llenó el pecho y exclamó:
 

    ¡Ah!... ¡Con seguridad un rey tan bueno, que permite que sus súbditos trabajen la tierra para él, debe ser muy amado por su pueblo!...

     El niño dio una carcajada, y respondió:

— ¿Bueno?... Los súbditos son obligados a trabajar para el rey y nada reciben por el servicio, quedando sólo con los granos que caen en el suelo y que ellos recogen, y que son insuficientes para mantener la familia. Pasan hambre y privaciones.

— Pero, yo pensé...

— Nuestro rey es detestado por todos. Vive en el palacio, donde tiene que todo, y no se preocupa con el bienestar de su pueblo.

Sorprendido, el rey palideció y carraspeó:

— ¿Pero los asesores del rey no ayudan a las personas?

El chico rió nuevamente, explicando:

— Los asesores del rey se ayudan a ellos mismos. Son deshonestos y buscan sólo los propios intereses. Por eso, una parte de la cosecha va para el rey, y la otra parte, que debería quedar con los campesinos, va para los bolsillos de los operarios de nuestro soberano, que ya ganan un buen salario. ¡Y para los campesinos, nada!  

El rey estaba perplejo con las noticias. Sin embargo, conocedor de su posición privilegiada, se defendió:

— ¡Mi joven, si el rey nació de familia real, tiene derecho al poder y a la riqueza por Voluntad Divina, siendo todos los súbditos obligados a obedecerle!

El chico pensó un poco, después consideró:

— No pienso así, señor. ¡Si Dios hizo con que nuestro rey tuviera poder y riqueza, es para que ayude y socorra a sus súbditos que nada tienen! Finalmente, ¿no somos todos nosotros hijos de Dios? De lo contrario, como él recibió del Señor esas condiciones de vida, el rey también podrá perder la oportunidad que le fue concedida.

Al oír estas palabras de la boca de un chico, casi un niño, el soberano quedó pensativo. Avergonzado, el rey se encogía. Después, murmuró para defenderse:

— ¡Pero ciertamente el rey no sabe lo que están haciendo en nombre de él!...

— Porque nunca se preocupó con el pueblo. Se encierra dentro del palacio y confía en operarios que no merecen.

El rey bajó la cabeza y se encogió aún más. El chico tenía razón.

— ¿Cómo es tu nombre?

— André, señor.

— Fue muy bueno hablar contigo, André.

Después el rey se levantó y se fue, pensativo. Al día siguiente, André estaba en su casa cuando dos guardias vinieron a buscarlo de parte del rey. El chico comenzó a temblar, imaginando que aquel desconocido del día anterior lo había denunciado al soberano por haber dicho lo que pensaba sobre el rey.

Al llegar al palacio, trémulo y horrorizado, fue conducido hasta la sala del trono. Conforme se aproximaba al trono él reconoció, con inmensa sorpresa, al desconocido. Estaba vestido lujosamente y en la cabeza tenía una bella corona, pero era el hombre con quien habló, ¡tenía la seguridad!...

Se tiró en el suelo en lágrimas,

aguardando el momento de ser llevado para la prisión. Sin embargo el rey se levantó con una sonrisa y, delante del chico horrorizado, dijo:

— André, tú me diste una gran lección ayer. Me consideraba superior a todas las personas. Tú me mostraste que estaba equivocado y que necesitaba cuidar más de mi pueblo. A partir de hoy, tú vas a ayudarme a gobernar con sabiduría, justicia, trabajo y amor. Iremos junto al pueblo, saber lo que las personas piensan, desean y cuáles son sus necesidades. ¡Y, así, todos tendrán una nueva vida a partir de ahora!

El rey abrazó a André, que lloraba de alegría con la seguridad de que una nueva realidad iría a cambiar sus vidas.

— Necesité de un chico para conocer la verdad que nadie tuvo el coraje de decirme — dijo en voz alta, para que todas las personas que allí estaban escucharan su decisión.

Y, delante de ministros, asesores y súbditos avergonzados, el soberano proclamó:

— A partir de hoy, André será el Consejero Real.       

Agradecido por la oportunidad de ayudar a su pueblo, André elevó el pensamiento a Dios, cierto de que una nueva era plena de trabajo y de bendiciones iría a comenzar para todo el Reino.

                                                             Meimei


(Recibida por Célia X. de Camargo, en 18/10/10.)        
    


 

                          



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Revista Semanal de Divulgación Espirita