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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 3 – Nº 140 10 de Enero del 2010

 
                                                            
Traducción
ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org

 

El sapo

 

Un grupo de chicos decidieron ir a nadar a una pequeña laguna que existía en las inmediaciones de la ciudad. La tarde estaba caliente y el sol subido. Aquella pequeña laguna, en medio de la vegetación y a la sombra de las copas de los árboles, surgía como un refugio natural en un día tan ahogado, además de dulcemente tentador.

Estaban en medio de los juegos, ya refrescados por el agua fría y limpia que chorreaba de una mina, cuando oyeron un sonoro: cuac... cuac...

Quedaron escuchando. Nuevamente oyeron: cuac... cuac...

Chicos inquietos e impacientes, cansados de los juegos en el agua, decidieron buscar el lugar de donde venía el ruido, ¡hasta que lo hallaron! En medio de un monticulo de hojas allá estaba él.

— ¡Un sapo! – exclamaron los niños en unísono, sorprendidos.

Verde y pintado, con grandes ojos saltones, apoyándose en las dos patitas delanteras, él surgió a los ojos de los niños.

— ¡Vamos a cogerlo! – gritó uno de ellos.

— ¡Vamos a torturarlo! – exclamó otro.

— ¡Vamos a matarlo! – gritó otro, más audaz.

Ricardo, sin embargo, de corazón sensible y generoso, miró al animalito que, presintiendo el peligro, había quedado inmóvil en el suelo. Percibió que el sapito lo miraba con aquellos inmensos ojos redondos, inclinando levemente la cabeza como se pidiera socorro.

Los chicos ya se aproximaban, uno con un palo en la mano,

otro con una piedra. Conciliador, Ricardo impidió que los niños atacaran al sapo, diciendo:

— ¡Dejad al pobrecito en paz! ¿No notáis como está asustado? Yo voy a bucear. ¿Quién me acompaña?

El sapo aprovechó la distracción de los chicos y, a saltos, se sumergió en las hierbas.

Ricardo era un chico muy pobre. Su madre, viuda y sólo, luchaba con bastante dificultad para sostener la familia. Una parte del día él iba a la escuela para aprender y quedar instruido; quería progresar en la vida para poder ayudar a su familia.

Por otra parte, él hacía pequeños servicios para ganar algún dinero y poder colaborar en las ayudas domésticas.

Algunos días después, Ricardo volvía del trabajo, cansado y sudoroso. El día fue excepcionalmente caliente, el aire estaba caliente y no soplaba ni una ligera brisa.

Pasando próximo a la laguna, yendo para casa, él decidió parar un poco para  refrescarse. Se sentó al margen y, quitándose los zapatos, colocó los pies dentro del agua. Suspiró satisfecho. Se inclinó para mojar las manos y, en eso, la moneda que traía en el bolsillo resbaló y cayó dentro de la laguna.

Afligido, el chico se quitó rápidamente la ropa y buceó buscando su pequeño tesoro. No podía volver para casa sin aquella moneda. Había trabajado toda la tarde para ganar aquel dinero. Había quitado agua del pozo, había barrido el patio y había cuidado de las gallinas y de los cerdos. Todo eso le había valido aquella linda y brillante moneda, y su madre necesitaba de ella.

Ricardo buceó una, dos, tres, cinco veces buscando localizar su tesoro. ¡Pero,  nada!... El fondo de la laguna estaba compuesto de arena y piedras, y, con certeza, la moneda había desaparecido ya.

Exhausto, el chico salió del agua y permaneció sentado al borde de la laguna, triste y melancólico. Tendría que volver al hogar con las manos vacías.

Sentado, con la cabeza apoyada en los brazos, Ricardo meditaba, cuando oyó a su lado un solemne y sonoro: cuac... cuac...

Levantó la cabeza y, con infinito asombro, vio a su lado al sapo. En la hierba, brillaba, aún húmeda, su linda moneda.

Con el corazón lleno de emoción, él miró cariñosamente a aquel pequeño ser que lo miraba fijo, con los inmensos ojos saltones.

Sonrió satisfecho y, cosa extraña, tuvo la impresión de que, abriendo la enorme boca, el sapo había sonreído para él.

Agradecido, lo tocó con la mano, alisándole con suavidad la espalda escurridiza. Enseguida, el sapito desapareció de su vista a saltos, con un cuac, cuac... a  guisa de despedida.

Reconfortado, Ricardo volvió a su hogar meditando en los consejos que su padre, ahora desencarnado, le daba, comentando las enseñanzas de Jesús:

— Haz a los otros todo aquello que te gustaría que ellos te hicieran, hijo mío, porque todo el bien y todo el mal que realizamos vuelve siempre para nosotros mismos.

                                                                 
 
                                                                   Tía Célia 


 



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Revista Semanal de Divulgación Espirita