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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 11 - N° 511 - 9 de Abril de 2017

Traducción
Carmen Morante - carmen.morante9512@gmail.com
 

 


Tucumín, el indiecito
 

Tucumín era un pequeño indio muy querido en todo el bosque. Le gustaba correr, jugar con los animales, pescar. Cazaba solo cuando tenía mucha hambre, pues evitaba provocar sufrimiento en otros seres de la Creación. Se alimentaba generalmente de raíces, hierbas y frutos silvestres que recogía en medio del matorral.

Amaba el sol, la luna, el viento, la lluvia y, principalmente, a las otras criaturas. Cuando encontraba un animalito herido, no descansaba hasta ver al animalito curado.

Una vez, volviendo de un paseo por el bosque, Tucumín vio a un pajarito atrapado en una trampa, con una alita quebrada. Retiró al ave de la trampa y colocó una pequeña tablilla, que amarró con fibra

vegetal, para inmovilizar el ala. En pocos días la avecita, ya curada, partió, agradeciendo al amigo con lindos trinos por la alegría de poder volar nuevamente.


Ese mismo día, andando en busca de raíces comestibles, Tucumín se topó con un conejito, su amigo, que estaba en una trampa con la pata lastimada. El indiecito colocó sobre la herida una pasta hecha con hierbas, como le había enseñado su abuelo, y, en poco tiempo, el conejito salió saltando. Antes de internarse en el bosque, volteó como diciéndole:

- Gracias, Tucumín. ¡Eres un gran aimgo!

A la mañana siguiente, cuando fue a pescar, Tucumín escuchó gemidos de dolor. Era un pequeño leopardo que había caído en un agujero puesto como trampa y que, en la caída, se había lastimado. Incansable, Tucumín puso vendas en la herida y pronto el leopardo corría feliz por el bosque, muy agradecido por la ayuda.

Tucumín, sin embargo, estaba preocupado. ¿Quién estaría colocando esas trampas en el bosque y alterando la paz de sus habitantes? Sintió miedo. Su abuelo le había dicho siempre que debía tener cuidado con el hombre blanco, que era malo y mataba sin piedad, por el placer de matar.

Por eso, Tucumín tenía mucho miedo de los hombres blancos. En verdad, nunca había visto un hombre blanco. Se los imaginaba gigantescos y de apariencia terrible y aterradora. Así, al encontrar diferentes pisadas en el suelo, concluyó que solo podrían ser de un hombre blanco y se quedó asustado.

Contó en la aldea lo que estaba pasando y todos los indios se quedaron asustados también. Decidieron salir y buscar a esa criatura malvada que estaba causando pánico a los habitantes del bosque.

Buscaron... buscaron...

Estaban cansados de caminar cuando escucharon una voz que gritaba:

- ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Sáquenme de aquí!...

Siguiendo el sonido de la voz, llegaron hasta el borde de un gran agujero, en el fondo del cual un hombre gemía de dolor.

A pesar de estar asustados, los indios, con arco y flecha en manos, gritaban satisfechos:

- ¡Lo atrapamos! ¡Lo atrapamos! ¡Vamos a acabar con él!

Pero Tucumín, que tenía un corazón bondadoso y sensible, al ver a aquella criatura gimiendo de dolor, compadecido pensó: “Pero él no tiene la apariencia terrible y aterradora que yo imaginaba. Es igualito a nosotros. Solo su ropa es diferente.”

Volteándose a sus hermanos de la tribu, dijo:

- No podemos matarlo. ¿No se dan cuenta de que es una criatura como nosotros, que sufre y llora? Vamos, ayúdenme a sacarlo del agujero. Está herido y necesita ayuda.

Con la ayuda de una liana, los indios sacaron al cazador con mucho cuidado, colocándolo sobre la hierba a la sombra de un árbol.

Emocionado, el cazador no paraba de agradecer:

- Si no fuera por ustedes, probablemente moriría dentro de ese agujero. No sé cómo agradecerles. Ahora me doy cuenta del mal que hice colocando todas esas trampas en el bosque. Acabé cayendo en una de ellas y agradezco a Dios porque ustedes me rescataron. ¿Cómo puedo retribuir el bien que me hicieron?

Tucumín, portavoz de toda la tribu, respondió:

- Es fácil. No coloque más trampas en el bosque. Deje a los animales en paz.


El cazador, avergonzado, estuvo de acuerdo:

- Nunca más haré eso, lo prometo. Ahora sé que recibí lo que me merecía. Cada uno es responsable de todo lo que hace, y yo merecí esta lección. Perdónenme. Quiero que seamos amigos.

Percibiendo la sinceridad del hombre, los indios le extendieron las manos en señal de amistad y después lo llevaron a la aldea.

Ese día prepararon una gran fiesta para conmemorar lo sucedido.

A fin de cuentas, ¡todos somos hermanos!

TIA CÉLIA


  


 



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Revista Semanal de Divulgación Espirita