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Año 9 - N° 457 - 20 de Marzo de 2016
Traducción
Elza Ferreira Navarro - mr.navarro@uol.com.br
 

 
 

Somos constructores de nuestro destino
 

De manera contraria a lo que muchos piensan, la Doctrina Espírita nos enseña que gran parte de las aflicciones y vicisitudes humanas tiene su causa en hechos ocurridos en la presente existencia y que el hombre es, en general, el artificie de sus propios infortunios.

Es obvio que existen en nuestra vida males cuyas causas no se encuentran absolutamente en el presente, y Allan Kardec los relaciona en el ítem 6 del cap. V del libro El Evangelio según el Espiritismo. Pero el codificador del Espiritismo deja allí bien evidente que, mismo en esos casos, el hombre es el causador de las propias aflicciones, una vez que el destino de las personas es trazado por sus actitudes y por su comportamiento delante de Dios, del prójimo y de sí mismas.

Somos, pues, los constructores de nuestro destino.

Enseña el Espiritismo que, llegado el momento de un nuevo retorno al escenario terrestre, el Espíritu escoge las pruebas a que desea someterse, y tales pruebas están siempre en relación con sus necesidades y las faltas que cumple expiar.

Resumiendo con perfección la cuestión del libre albedrío, Kardec explica que esa libertad de escoja es ejercida por los Espíritus de dos maneras bien distintas.

Cuando se encuentran desencarnados, consiste en la escoja de la existencia y de la naturaleza de las pruebas. Cuando encarnados, en la facultad que tienen de ceder o de resistir a los arrastres a que voluntariamente se sometieron.

Cabe a la educación – complementa el codificador del Espiritismo – combatir esas malas tendencias. (Cf. El Libro de los Espíritus, cuestión 872.)

Kardec no se refiere ahí a la instrucción, pero sí a la educación, por él definida como siendo el conjunto de los hábitos adquiridos, en cuya tarea la orientación y el ejemplo de padres y educadores son de fundamental importancia.

Hay en la historia de la educación un pasaje conocido. El gran Licurgo, legislador griego que vivió alrededor del siglo IV antes de Cristo, fue invitado a proferir un discurso al respecto del valor de la educación para los jóvenes. Licurgo aceptó la invitación, pero pidió un plazo para prepararse, hecho que causó extrañeza, pues todos sabían que él tenía capacidad y condición de hablar sobre el tema a cualquier momento.

Transcurrido el plazo solicitado, Licurgo compareció delante el público que se reuniera para oírlo. El orador se puso en la tribuna y, luego enseguida, entraron dos criados, cada cual cargando dos jaulas. En una de ellas había dos liebres y, en la otra, dos perros. Después de una señal previamente establecida, uno de los criados abrió la puerta de una de las jaulas y la pequeña liebre blanca salió corriendo, espantada. Luego enseguida, el otro criado abrió la jaula donde estaban los perros y uno de ellos salió corriendo velozmente tras la liebre. El perro la alcanzó con destreza, despedazándola rápidamente.

La escena fue chocante. Nadie consiguiera entender lo que el gran orador pretendía con semejante agresión. Mismo así, él nada dijo. Tornó a repetir la señal combinada y otra liebre fue libertada. Enseguida, el otro perro. El pueblo, temiendo nueva escena de agresividad, mal contenía la respiración y algunos, más sensibles, llevaron las manos a los ojos para no ver nuevamente la muerte bárbara del indefenso animalito que corría y saltaba por el escenario.
En el primer instante, el perro invistió contra la liebre. Pero, al contrario de morderla, le dio con la pata y ella cayó. Después ella se irguió y los dos se pusieron a jugar. Para sorpresa de todos, el perro y la liebre se quedaron a demostrar tranquila convivencia, saltando de un lado a otro del escenario, como dos excelentes amigos.

Licurgo entonces habló:

- Señores, ustedes acaban de asistir a una demostración de lo que puede la educación. Ambas las liebres son hijas de la misma matriz, fueron alimentadas igualmente y recibieron los mismos cuidados, así como los perros. La diferencia entre los primeros y los segundos es, simplemente, la educación. El primer perro fuera educado para matar.

Y prosiguió su discurso diciendo de las excelencias del proceso educativo y reafirmando que la educación, basada en una concepción exacta de la vida, puede transformar la faz del mundo.

Haciendo nuestras las palabras del gran orador, también diremos:

- Eduquemos nuestros hijos, esclarezcamos su inteligencia, pero, antes de todo, hablemos a su corazón, enseñándolos a despojarse de sus imperfecciones. Nos acordemos de que la sabiduría por excelencia consiste en que nos tornemos mejores y que nuestro destino, feliz o infeliz, dependerá solamente de eso.



 


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Revista Semanal de Divulgación Espirita