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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 9 - N° 452 - 14 de Febrero de 2016

Traducción
Carmen Morante - carmen.morante9512@gmail.com
 

 

La bendición de una merienda
 

  

Cierto día, durante el recreo en la escuela, Cayo estaba con su amigo Oliver. Ambos, con sus meriendas en las manos, comían y  conversaban.

En ese momento, llegó un compañero de ellos y se sentó cerca de ahí. De vez en cuando el niño miraba hacia Cayo y Oliver, con ojos hambrientos. Él no tenía nada para comer y tenía hambre. Oliver, que apenas había comenzado a comer su sándwich, partió su merienda en dos y extendió la mano, dándole una mitad a su compañero:

- José, yo no tengo mucha hambre. ¿Quieres compartir conmigo este sándwich? Si regreso a casa con él, mi 

mamá se pondrá triste, pues fue ella quien lo preparó.

Con una sonrisa tímida, José aceptó contento:

- Gracias, Oliver. ¡Debe ser una delicia! ¡Que Dios te lo pague!

Y, tomando su pedazo de sándwich, José se lo comió rápidamente, después volvió a agradecer y satisfecho fue a lavarse las manos en el bebedero.

Carlos, que vio la actitud de Oliver con asombro, aprovechó que José se había ido para reprender a su compañero:

- Oliver, ¿por qué compartiste tu merienda con ese niño? ¡Después de todo, él no trajo su merienda y encima se comió la mitad del tuyo! ¡No me gustan las personas que se aprovechan de los demás! Si él tenía hambre, ¡¿por qué no trajo merienda?!...

Pero Oliver, escuchando las palabras duras de Carlos, respiró profundo y respondió:

- Carlos, yo conozco a José. Su familia es pobre, pero muy buena. No trajo merienda porque no tiene nada en casa, ¿entiendes? Entonces, cuando eso pasa, no me molesta compartir mi merienda con él. Antes de salir de casa, tomé un buen desayuno y la mitad de un sándwich no me hará falta, puedes creerlo.

Al escuchar la explicación de Oliver, Carlos bajó la cabeza, avergonzado por haber sido tan duro con un compañero que era más pobre que él. Pronto sonó la campana y ellos volvieron a clase, pero Carlos no podía olvidar lo que le había dicho Oliver; las palabras de su amigo se quedaron martillando en su cabeza.

Al regresar a casa, Carlos continuaba sin olvidar lo que su compañero le había contado. No sabía que José fuera tan pobre y se sintió mal ante su propia conducta.

Al acostarse, cerró los ojos y la imagen de José apareció delante de él, haciéndole recordar el día en que llevó dos carritos de metal a la escuela, de los que son importados, imitación de modelos idénticos a los verdaderos. Notó que José no quitaba los ojos de los carritos, encantado. Sin embargo, no dejó que ni tocara sus juguetes.

Ahora, ahí echado, se sentía avergonzado de su actitud. Lloró por haber actuado de aquella manera con José. Y después de decidir cambiar su actitud con su compañero, finalmente se durmió.

Al día siguiente, Carlos se levantó animado. No necesitó que su mamá lo llamara. Tomó un baño, se vistió y se sentó para tomar sus primeros alimentos. Pidió a su mamá que le prepare un sándwich más, muy delicioso, y dos jugos. Ella hizo lo que le pidió y dijo:

- ¡Vaya, hijo mío! ¡Parece que hoy amaneciste con hambre!

- No, mamá. Es para reparar un error mío. Después te lo cuento. ¡Chau!...

- ¡Ve con Dios, hijo mío!...

Al llegando a la escuela, Carlos estaba radiante. Todos notaron la diferencia en él sin saber la razón. Hasta la profesora vio su buena disposición, pues en general él era malhumorado.

A la hora del recreo, corrió hacia afuera con su amigo Oliver y llamó a José para estar juntos. Encontraron un lugar muy tranquilo debajo de un árbol. Carlos cogió uno de los  sándwiches y lo entregó a José, que se extrañó de la actitud de su compañero.

- No te preocupes, Carlos. No tengo hambre, créeme.

- Traje este sándwich para ti, José. Fue mi mamá quien lo hizo y debe estar muy bueno. ¡Pruébalo! ¡Ah! ¡Y también tengo un jugo para ti! - respondió Carlos con una sonrisa.
 

Con los ojos desorbitados, José vio el sándwich que estaba en una de sus manos, el jugo en la otra, y sus ojos brillaron de alegría. Luego, con voz tímida, preguntó:

- Carlos, ¿te molesta si yo como sólo la mitad de la merienda y tomo la mitad del jugo?

- No, haz lo que quiera. ¡Los traje para ti!

- Ah, gracias. Es que tengo un her-

mano de tres años que se queda en casa y no tiene qué comer; me gustaría compartir mi merienda de hoy con él.

Carlos tragó en seco, con ganas de llorar al oír a José hablar de su hermanito, y dijo:

- Haz lo que desees con tu merienda.

Luego, recordando los carritos que había traído y tenía en su bolsillo, Carlos sonrió y le dijo:
 

- Entonces si tienes un hermanito, ¡tengo algo que le va a gustar! - dijo y sacó del bolsillo de su pantalón los dos carritos, nuevos y relucientes, y los entregó a su compañero, que no podía creer tanta maravilla.

José se levantó de donde estaba y se lanzó al cuello de Carlos, dándole las gracias por los regalos. Después, le explicó, entre lágrimas:
 

- Estaba triste porque hoy es el cumpleaños de mi hermanito y no tenía nada para darle. ¡Ahora, tengo una merienda y también le llevaré los carritos para él como un regalo tuyo, Carlos!...

En ese momento, Carlos comprendió por qué Jesús nos invita en sus lecciones a hacer el bien al prójimo. No existe mayor alegría que sentirse útil a alguien y recibir su agradecimiento, que llega al corazón a los que hacen el bien.

Oliver, que observaba Carlos, sorprendido por el cambio que se habían producido en él, sonrió feliz, y Carlos se dio cuenta. Luego dijo a su compañero:

- Gracias a ti, Oliver, ese día, recibí mi mayor lección del Evangelio de Jesús. ¡Gracias amigo!... 

MEIMEI 

(Recibida por Célia X. de Camargo, el 26/10/2015.)


 

                                                                                   



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Revista Semanal de Divulgación Espirita