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Año 9 - N° 439 - 8 de Noviembre de 2015   
ALTAMIRANDO CARNEIRO
alta_carneiro@uol.com.br
São Paulo, SP (Brasil)
 
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 
 

Altamirando Carneiro

Palestina, encanto
y magia


Palestina está situada en la región denominada por los europeos como Oriente Próximo. Siempre fue un país pequeño, con área equivalente al País de Gales, a Bélgica y a Sicilia juntos.

Jerónimo, uno de los “padres de la Iglesia”, que vivió largo tiempo cerca de Belén y conocía bien el país, calculó que su extensión del Norte hasta el Sur no era mayor que 160 millas romanas, cerca de 145 millas inglesas, o sea, la distancia, por ejemplo, entre Florencia y Roma.

Las distancias son mínimas. Reportándonos al tiempo de Jesús, por ejemplo, un viaje de Nazaret a Jerusalén podía durar dos días.

Los israelíes conocían bien su país y lo amaban profundamente. Libros enteros del Antiguo Testamento, como los Cantos de Salomón, están repletos de ese sentimiento. Los habitantes de Palestina de hace más de dos mil años (la mayor parte de la población) estaban convencidos de que no se hallaban allí por casualidad; de que su presencia en el país poseía un significado; de que Dios los había establecido en aquella tierra.

En tiempo de Salomón, se estimaba que no habría allí un millón de habitantes. En el tiempo de Jesús, si calculáramos un total de dos millones, estaremos siendo generosos.

Miles de judíos vivían fuera de Palestina. Era sentida la falta de ellos en las grandes festividades. Simón, por ejemplo, que ayudó a Jesús a cargar la cruz, había nacido en Cirene, Norte de África; en las escuelas de la Ciudad Santa había muchos estudiantes procedentes de todas las comunidades dispersas.

De entre esos alumnos podríamos citar Saulo, hijo de un fabricante de tiendas de Tarso, en Sicilia, asistente asiduo de las charlas del rabino Gamaliel y que se haría el apóstol Pablo de Tarso.

Hubo, incontestablemente, en aquella época, una emigración judía. En griego, el término usado para denominarla es diáspora, es decir, dispersión.

Dondequiera que se encontraran, las colonias judías mostraban las mismas características. Se mantenían unidas, de manera estable, vivían cerca unos de los otros, aunque las autoridades griegas y romanas no hicieran esa exigencia. En Roma, vivian en distritos diferentes.

Esas comunidades poseían organizaciones especiales. Eran democráticas y los asuntos materiales y espirituales se mezclaban. Una reunión servía tanto como asamblea de oración como de discusión política.  

El nombre del lugar donde era elegido el consejo de ancianos y el jefe que debería defender los intereses del grupo, el etnarca o exarca, era el mismo del lugar en que el pueblo cantaba los salmos. La reunión de asamblea era denominada, en hebraico, kinneseth; en griego, sunagoge, del cual viene el término sinagoga. 

Um país ocupado 

Palestina era un país ocupado. Los romanos dominaban enteramente el país, directamente o a través de sus siervos. A la vez, seguían sus costumbres y permitían que los pueblos conquistados continuaran bajo el régimen a que eran habituados.

Para el romano, como para el griego, el Estado representaba el principio gobernante esencial. La ciudad-imperio o el imperio se reservaban el derecho de imponer reglas a los súbditos,  según sus intereses.

Mientras permanecieran como instrumentos del Estado, la religión y la adoración religiosa eran reconocidas. Eran consideradas deber cívico, en consonancia con la fórmula establecida por el Estado. Era cómo si César “controlara a Dios”. Pero para los judíos, Dios es que controlaba al César. Por todo eso, los judíos del tiempo de Jesús enfrentaban situaciones en que no se sabían cuáles eran los límites entre el reino de César y el Reino de Dios.

Se comprende, de esa forma, el momento de la escena en que los oponentes de Jesús le preguntaron sobre la legalidad de pagar impuestos a las autoridades romanas, a lo que Jesús respondió: “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. 

Los hijos eran bendiciones; la enseñanza, excelente 

En la familia judía, el nacimiento de un hijo era lo más importante de los acontecimientos, celebrado con fiestas, para las cuales eran invitados parientes, amigos y personas que vivieran en las proximidades.

Si el hijo fuera del sexo masculino, los saludos eran bastante calurosos. En caso del primogénito, si fuera del sexo masculino, el entusiasmo llegaba al auge.

Todo niño del sexo masculino tenía, por ley, que ser circuncidado, ocho días después del nacimiento. Ningún judío podía huir a esa obligación.

En la época de Jesús, la circuncisión era tenida no solo como una marca de la alianza, sino considerada como un acto de purificación ritual.

Durante la primera semana, probablemente el día de la circuncisión, el niño recibía un nombre. El derecho de escoger el nombre del hijo pertenecía al padre, el jefe de la familia. El nombre escogido correspondía a nuestro primer nombre. Los judíos no tenían apellido. No significaba decir que el sentimiento familiar no era desarrollado.

El hijo recibía el nombre del padre – “hijo de fulano”, ben, en hebraico y bar, en arameo. Ejemplo: Juan ben Zacarías, Jonatan ben Hanan, Yesua ben José. El hijo más viejo recibía generalmente el nombre del abuelo, para continuar la tradición de nombre y distinguirlos del padre. 

Educación  

El niño permanecía los primeros años a los cuidados de la madre. Las hijas quedaban con la madre hasta el día de la boda. Ellas ayudaban en los trabajos de la casa, cargaban agua, tejían y colaboraban también en el trabajo rural.

El padre cuidaba de los hijos y los iniciaba en su profesión lo más pronto posible, para que pudieran trabajar con él, inicialmente como aprendices, después como oficiales.

La educación quedaba a cargo del padre. La enseñanza judía era excelente. Los verdaderos israelíes daban mayor importancia a la educación moral que a todo lo demás. No significaba decir que, en el caso, la enseñanza de la escuela fuera despreciada. Los rabinos decían que él era la base de todo y absolutamente indispensable.

La escuela era conectada a la sinagoga. Los niños, ricos o pobres, la frecuentaban desde los cinco años de edad. La base de la enseñanza era el aprendizaje de la Torá (o Pentateuco, nombre dado al grupo de los primeros cinco libros del Antiguo Testamento). Lenguaje, gramática, historia, geografía eran estudiadas en la Bíblia.

Ese uso exclusivo de las Escrituras en la enseñanza fue la aparente causa de que muchos rabinos nieguen a las niñas el derecho de aprenderlas. Pero no todos los rabinos defendían esa opinión. En el Talmud (colección de escritos de los judíos, conteniendo explicaciones y tradiciones referentes a la Ley de Moisés; fue escrito entre el tercero y el sexto siglo de la era cristiana) hay un tratado que impide la entrada de las niñas en la escuela, pero ese mismo tratado dice: “Todo hombre debe enseñar la Torá a su hija”. A juzgar por María, madre de Jesús, se comprende que muchas niñas judías conocían tan bien las Escrituras como sus hermanos. 

El Emisario divino, en el corazón de Israel 

Jesús estuvo integrado en la comunidad judaica; sus padres obedecieron a todos los requisitos de la Ley, con relación a la persona de él. Su nombre, Yesua, o Jesús, del cual Josué es otra forma, significaba “Yahvé es la solución”, o “Yahvé nos salva”. Era un nombre judío bastante antiguo, muy encontrado en la Biblia.

Josué fue el nombre del famoso juez de Israel que, como consta, hizo parar el Sol en su curso (evidentemente, se trata de una alegoría). Según Lucas, 3.29, uno de los ancestrales de Jesús también había tenido ese nombre.

Los padres de Jesús tenían nombres típicamente judíos. El patriarca, administrador del Faraón que había establecido Israel en Egipto, se llamaba José; María era un nombre de los más comunes entre las mujeres judías en la época.

Los nombres de los parientes de Jesús eran judíos. Juan (Yohanan) – el Batista – sus primos, los padres de Juan: Zacarías e Isabel; Ana y Joaquín, sus abuelas.

La casa en que Jesús vivió en Nazarét antes de iniciar la divulgación de sus enseñanzas era una habitación humilde, en forma de cubo, como las habitaciones que los campesinos de  Palestina continuaron construyendo.

La apariencia física de él era la de un judío, como prácticamente eran todos aquellos días: cabellos largos, barba, que no era una exigencia necesaria, cachos laterales (patillas) – una continuación de los cabellos en las sienes y que la Ley hizo obligatorios. Sus ropas eran las ropas usadas por todos. El Evangelio nos habla de su “túnica sin costuras”. 

El Mesías 

De manera general, Israel no reconoció a Jesús como el Mesías esperado. Apenas un pequeño grupo lo seguia.

El mensaje de Cristo tuvo cierta influencia y fue generalmente conocido en Galilea. En el resto de Palestina sus repercusiones deben haber sido bastante limitadas. 

Los judíos de la diáspora deben haber oído hablar de él casualmente, por los peregrinos que volvían de Jerusalén. La mayoría del pueblo judío probablemente ignoraba las palabras de Jesús.

Ciertamente la opinión pública no se entusiasmó mucho y gran parte de aquellos que estaban al corriente de los acontecimientos no deben haber llevado muy en serio la historia de un Mesías en Israel.

En la época los Mesías eran muy comunes. Entre el nacimiento de Cristo y la caída de Jerusalén, hubo por lo menos seis impostores que así se proclamaban.

Los que estaban más bien informados habrían considerado el pasaje de Jesús en la Tierra como algo más que un hecho común, un fait  divers, muy inferior a un acontecimiento de peso nacional. 

Empatia  

Hubo, sin embargo, un sentimiento de simpatía y entusiasmo por Él, entre el pueblo común. Lucas, 19.48, dice que “al oírlo, todo el pueblo quedaba dominado por él”. Lucas se refería, ciertamente, a la multitud, a la populacho, no a la clase dominante.

Los llamados “milagros” que, según algunos, Cristo hizo (sabemos que todas sus curas son explicadas científicamente) espantaron a muchos, y muchos se hicieron crédulos después. Pero a los ojos de los incrédulos de la época no era señal de que él fuera el Mesías, pues algunos de los profetas habían hecho maravillas que ellos denominaban como “milagros”, por no tener capacidad de explicarlos.

A finales de su Evangelio, Juan dice: “Hay, sin embargo, muchas otras cosas que Jesús hizo; y si cada una de las cuales fuera escrita, cuido que ni aún todo el mundo podría contener los libros que se escribieran”.

El mayor (y único) milagro que Jesús hizo fue el de haber implantado en nuestro corazón de Espíritus duros, imperfectos, recalcitrantes, la semilla duradera de su Evangelio.

El pasaje de Jesús por la Tierra fue tan fulgurante que dividió la Historia de la Humanidad en antes y después de él. 

 

Bibliografia: 

“A vida diária nos tempos de Jesus”, de Henri Daniel Rops, 1961, Sociedade Religiosa Edições Vida Nova, SP.

 

 


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