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Ano 8 - N° 389 - 16 de Noviembre de 2014
JOSÉ PASSINI         
passinijose@yahoo.com.br 

Juiz de Fora, MG
(Brasil)
 
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 
 

José Passini

Delante de la muerte

 

El hombre moderno, investigador de la estratosfera y del subsuelo, tropieza ante los pórticos del sepulcro con la misma aflicción de los egipcios, de los griegos y de los romanos de épocas pasadas. Los siglos que barrieron civilizaciones y refundieron pueblos no transformaron la misteriosa fisonomía de la sepultura. Milenario signo de interrogación, la muerte continúa hiriendo sentimientos y torturando inteligencias.

Ese, es el inicio del prefacio del libro “Obreros de la Vida Eterna”, de André Luiz, que analiza cuatro casos de desencarnación. El texto es actualísimo, salvo en el tramo investigador de la estratosfera y del subsuelo, pues es escrito en 1964, cuando el hombre aún no había conquistado el espacio cósmico. Sin embargo, si fuese escrito hoy, tendría sólo que cambiar una palabra: intercambiar estratosfera por cosmo, delante del avance de la Ciencia. Pero, si la Ciencia avanzó grandemente en el campo material, el hombre muy poco progresó en relación al asunto “muerte”.

La muerte amedrenta tanto al ser humano, que lo hace asumir las más variadas posturas, desde aquellas infantiles, en que demuestra su inmadurez, hasta otras en que llega a negar su condición de ser racional. Es profundamente extraño que esa criatura, que se pavonea como el rey de la Creación, se muestre tan dolorosamente sin preparación delante de la única certeza común a todos los seres humanos: la seguridad de la muerte.

El asunto incomoda tanto, al punto de hacer que personas adultas se comporten como niños. Veamos: si preguntáramos a una persona dónde quiere ser enterrada cuando muera, casi siempre oiremos como respuesta la designación de un lugar de su preferencia. Enseguida, al ser interrogada sobre el destino de su alma, afirmará tener esperanza de su ida para el cielo. Pero la fragilidad de ese posicionamiento es fácilmente demostrable delante de una simple pregunta: “¿Y si ella no es para el cielo y sí para el infierno, qué le importa a usted, porque es ella quien va y no usted? ¿Usted no afirmó que desea quedar enterrado en tal lugar? Ahora, si usted va a quedar enterrado en el lugar que escogió, no importa el lugar para dónde ella vaya. Usted estará con su lugar garantizado en la tumba escogida”.

Duele pensar en la muerte

Esas preguntas causan perplejidad y llevan a muchas personas, por primera vez, a usar su razonamiento en el examen del asunto muerte. Tras algún tiempo, acostumbran a aparecer salidas como esta, dichas hasta en tono victorioso: “¡No soy yo quien va a ser enterrado en tal lugar; es mi cuerpo!” Pero, con esa afirmación, en vez de resolver el problema, lo agrava aún más…

El aire de victoria desaparece inmediatamente, al acordarse la persona que ella usó dos posesivos: mi cuerpo y mi alma. Ahora, el posesivo, como bien enseñan la gramática, es la palabra que indica posesión. Si hay posesión, hay poseedor. ¿Quién es el poseedor de aquel cuerpo y de aquella alma? ¿Quién está habilitado a presentarse como propietario y, consecuentemente, reclamarles la posesión?

Es exactamente esa falta de racionalidad que lleva al hombre a huir del asunto, portándose como el niño que, al esconder el rostro detrás de las manos, imagina haber resuelto el problema de su escondite. O como el avestruz que, según dicen, esconde la cabeza bajo la arena, al encontrarse en peligro.

La criatura humana se niega a pensar, porque duele pensar en la muerte. Meditar, reflexionar sobre la cuestión, sólo puede revelarle su fragilidad, su falta de preparación delante del magno asunto, del inevitable acontecimiento.

¿Y cual es la salida para esa situación embarazosa? La única posición lógica es que el hombre asuma su condición de Espíritu inmortal, detentor de la posesión de un cuerpo físico, por el cual él se manifiesta temporalmente, mientras ese cuerpo tenga vida, pues es el Espíritu quien piensa, quien aprende, quien odia, quien ama. El cuerpo es mero instrumento de uso transitorio. Se puede hasta decir que es descartable. El Espíritu, no. Él es inmortal, indestructible. Es el archivo vivo de todas las experiencias vividas durante el camino terreno. En el cuerpo espiritual, que sobrevive a la muerte del cuerpo físico, conforme enseña Pablo (I Co, cap. 15), queda registro de todas las experiencias vividas por la criatura humana.

Hay cuerpo animal y también cuerpo espiritual

En ese tramo de su carta a los Corintios, el Apóstol deja muy clara la resurrección en cuerpo espiritual: “¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Y con qué cuerpo vendrán?” Y, más adelante, dice: “Así también la resurrección de los muertos. Si siembra el cuerpo en corrupción; resucitará en incorrupción.” (v. 42); “Si siembra cuerpo animal, resucitará en cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, hay también cuerpo espiritual.” (v. 44). Y, para no quedar duda en cuanto a la naturaleza del cuerpo de la resurrección, dice: “Y ahora digo esto, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredad la corrupción.” (v. 50).

Con el fenómeno de la muerte, el Espíritu se aleja del cuerpo que ya no más le sirve como instrumento, pudiendo decir, en la ocasión: “Habité ese cuerpo, me sirvió él de indumentaria durante muchos años”. El cuerpo jamás podrá decir: “Ese espíritu que ahí va fue mío”, simplemente porque el cuerpo es materia muerta, que comienza a descomponerse tan pronto ocurra la muerte.

Al concienciarse de esa realidad, el hombre pasa a tener una verdadera conciencia de inmortalidad. Mientras más medita sobre el asunto – desde que está desconectado de explicaciones de determinados teólogos –, tanto más adquiere un estado de conciencia al que se puede llamar “ciudadanía espiritual”. Pasa a sentirse inmortal. La muerte ya no más se constituye en aquel desastre terrible a doblar o tripartirse el ser: “Voy para debajo de la tierra, mi alma va para el cielo y yo para no sé donde”.

Al asumir la ciudadanía espiritual, sus horizontes se ensanchan. Ya no es sólo un hombre, sino un Ser inmortal, cuyo destino no se prende sólo a la Tierra, ya que se siente pertenecer al Universo, a las “muchas moradas de la casa del Padre”, conforme enseñanzas de Jesús (Juan, 14: 2). Así pensando, llegamos a la conclusión de que somos esencialmente Espíritus, actualmente encarnados. ¡Un día dejaremos nuestro cuerpo terrestre, como Jesús dejó el suyo, conservando sólo el cuerpo celeste, inmortal, conforme el Maestro, de forma genial, enseñó y ejemplificó!

Jesús después de la crucificación

La lección más extraordinaria acerca de la inmortalidad, dada por Jesús, fue, infelizmente, sepultada por los teólogos, que prefirieron crear la absurda teoría de la resurrección de la carne, aunque Pablo ya la hubiera negado. (I Co, 15: 50.)

En ese particular, hay puntos que deben merecer atención: ¿cómo Jesús apareció vestido como un hombre de la época – al punto de Magdalena, al verlo de espalda, se imaginó fuese hortelano –, si su cuerpo fue retirado desnudo de la cruz? Ahora, como prueban los evangelistas, sus ropas fueron divididas entre los soldados que, según la costumbre de los romanos, desnudaban a los crucificados (Jo, 19:23). Los tratados teológicos no explican por qué Jesús pasó a actuar de manera totalmente diferente de como actuaba antes del suplicio: había pasado a aparecer y desaparecer súbitamente y a atravesar puertas cerradas. Además de eso, no se hospedó más en casa de nadie; no hizo más comidas habituales como había hecho hasta entonces.

¿Será que durante esos cuarenta días que median la resurrección y el ascenso, Jesús no quiso mostrar que continuaba vivo, sino que no estaba más encarnado? Si el cuerpo era carnal, ¿por qué no había actuado así antes? ¿Por qué volvería para el “cielo”, llevando un cuerpo que no hubo tenido antes? Y, razonando en consonancia con el dogma católico-protestante, de Jesús haber sido el propio Dios encarnado – o por lo menos un tercio de la Trinidad –, ¿cómo podría llevar un cuerpo físico generado en la Tierra y añadirlo a la Divinidad? En ese caso, Dios no estaría completo hasta entonces, pues aquello que está completo no acepta más incremento alguno... Además de eso, ese razonamiento sería aceptable durante la Edad Media, cuando la Tierra gozaba del estatus de ser el centro del Universo, pero hoy, delante de lo que se conoce acerca del Cosmo, es inaceptable tal teoría, incluso que el Universo fuese constituido sólo por nuestra galaxia, la Vía Láctea.

¿Qué ocurrió con el cuerpo de Jesús?

Queda, sin embargo, para muchas personas, una pregunta que invariablemente aparece cuando son hechos estos comentarios: Si la tumba estaba vacía y el cuerpo con que Jesús se presentaba era espiritual, ¿dónde había quedado su cuerpo físico? El Maestro, evidentemente, no podía esclarecer el asunto a aquellos con quienes hubo convivido, conforme se comprueba en sus palabras, ya citadas: “Aún tengo mucho que deciros, pero no lo podéis soportar ahora” (Juan, 16:12).

Cumpliendo la promesa de Jesús, el Consolador viene a recordar sus lecciones y explicar muchos hechos que fueron registrados por los Evangelistas, pero que en la época no fueron comprendidos, como las súbitas apariciones de Jesús en el cenáculo, atravesando puertas cerradas (Juan, 20:19) y en la pesca (Juan: 21:4 a 14), y su desaparición desconcertante delante de los compañeros de camino a Emaús (Luc, 24:31). Tales hechos, tomados por milagrosos por muchos teólogos, encuentran en el Espiritismo explicaciones claras y lógicas, no en el campo de las especulaciones teológicas, sino dentro de la objetividad de la Ciencia, en las investigaciones del fenómeno de materialización – hoy llamado como ectoplasma por los parapsicólogos – llevado a efecto por varios científicos, entre los cuales se destaca la figura de Sir William Crookes, el célebre físico inglés, que pudo probar que el Espíritu Katie King, con su cuerpo espiritual materializado, se limitaba dentro del plano material como si estuviera encarnado, haciéndose visible, audible y tangible. (Cf. “Hechos Espíritas”, William Crookes; “Historia del Espiritismo”, Arthur Conan Doyle.) (1)

En cuanto a la desaparición del cuerpo físico de Jesús, se puede tener una aclaración sobre la disipación de fluidos remanentes en cadáveres, en el libro “Obreros de la Vida Eterna”, de André Luiz (caps. 15 y 16). Se trata de una operación piadosa llevada a efecto por benefactores espirituales, que disipan en la atmósfera los fluidos remanentes en el cuerpo, antes de la sepultura, a fin de resguardarlo de la profanación que podría ser llevada a efecto por Espíritus inferiores, habitantes de los cementerios.

Haciéndose un paralelo, es lícito suponer que el propio Maestro se haya encargado de disipar las energías remanentes en su cuerpo y, al hacerlo, se desmaterializó Él completamente.

Esa desmaterialización es la explicación más plausible para la aparición de la figura – de frente y de culo – grabada en la pieza de lino llamada El Santo Sudario, guardada por la Iglesia Católica como reliquia, donde aparece la figura de un hombre flagelado, con heridas en la cabeza, con marca de una herida en el costado, con marca de clavos en los puños y en los pies, todo conforme descripciones contenidas en el Nuevo Testamento.

Es fácil entender que el cuerpo de Jesús no podría quedar en el túmulo, pues cuando se divulgara la noticia que el Maestro resurgirá de la muerte su cuerpo sería fatalmente expuesto por los sacerdotes, a fin de negar la resurrección, que, para casi todos, era sólo física.

El Maestro no podía explicar todo lo que ocurría, por falta de madurez de aquellos con quienes convivía, por eso prometió: “Pero aquel Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre os enviará en mi nombre, ese os enseñará todas las cosas y os hará recordar de todo cuanto os he dicho.” (Juan, 14: 26)

Cumpliendo su promesa, Jesús nos envió el Espiritismo, que nos esclarece acerca de nuestra inmortalidad. 

(1) El libro Hechos Espíritas, de William Crookes, es objeto de estudio metódico y regular en nuestra revista. Clic en http://www.oconsolador.com.br para tener acceso a la primera parte de ese estudio, que se inició en la edición 376.



 


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Revista Semanal de Divulgación Espirita