WEB

BUSCA NO SITE

Edição Atual Edições Anteriores Adicione aos Favoritos Defina como página inicial

Indique para um amigo


O Evangelho com
busca aleatória

Capa desta edição
Biblioteca Virtual
 
Biografias
 
Filmes
Livros Espíritas em Português Libros Espíritas en Español  Spiritist Books in English    
Mensagens na voz
de Chico Xavier
Programação da
TV Espírita on-line
Rádio Espírita
On-line
Jornal
O Imortal
Estudos
Espíritas
Vocabulário
Espírita
Efemérides
do Espiritismo
Esperanto
sem mestre
Divaldo Franco
Site oficial
Raul Teixeira
Site oficial
Conselho
Espírita
Internacional
Federação
Espírita
Brasileira
Federação
Espírita
do Paraná
Associação de
Magistrados
Espíritas
Associação
Médico-Espírita
do Brasil
Associação de
Psicólogos
Espíritas
Cruzada dos
Militares
Espíritas
Outros
Links de sites
Espíritas
Esclareça
suas dúvidas
Quem somos
Fale Conosco

 
Entrevista Português Inglês    
Año 7 337 – 10 de Noviembre de 2013
ORSON PETER CARRARA
orsonpeter@yahoo.com.br  

Matão, São Paulo (Brasil)
 
Traducción:
Ricardo Morante - rmorante3@yahoo.com
  

 
André Luís Bordini: 

“El deseo es el motor que impulsa los grandes giros personales y colectivos” 

El conocido conferencista y psicoterapeuta  paulista presenta en esta entrevista un enfoque psicológico sobre el deseo
 

André Luís Bordini (foto) nació y reside en Ribeirão Preto, en el interior paulista. De familia espírita, tiene formación en Psicología, Ciencias Sociales y Jurídicas en la UNESP y es profesor de Interpretación de Textos en los Cursos SEB-COC y Objetivo, Psicoterapeuta Especialista, con estudios en  el  Instituto  de   Psicología   Fenomenológico-

existencial de Rio de Janeiro. Vinculado a la SEK – Sociedad Espírita Allan Kardec, es director de reuniones de estudios y consejero, además de expresidente de esa institución. Conferencista muy querido en su región, lo entrevistamos sobre la temática del deseo, desde el punto de vista de la psicología.

¿Hay una definición para la palabra deseo, desde el punto de vista de la psicología?

Desde el punto de vista etimológico, deseo viene del vocablo latino “desiderium”, “des”+”siderium”, algo como “en la dirección de las estrellas” Sin embargo, con el tiempo, aunque ha adquirido un contenido más sofisticado, nunca perdió el carácter de búsqueda incesante, especialmente de algo difícil, prohibido, inaccesible, pero invariablemente placentero. Para los psicoanalistas, a grosso modo, el deseo es la expresión más intensa del ID o inconsciente (una dimensión profunda del aparato mental), que resulta de la búsqueda inagotable e irracional por la reproducción de experiencias placenteras (principio del placer), y que trae en sí, amalgamadas, las pulsiones de la vida y de la muerte, una vez que la satisfacción del deseo representa la muerte temporal de ese mismo deseo que, dentro de poco, regresará a la vida pidiendo una nueva muerte, en un ciclo incesante y, a menudo, obsesivo o compulsivo, aunque natural e inevitable en todo ser humano.

Para la fenomenología existencial, particularmente en Heidegger, el deseo es parte del modo de “ser en el mundo” propio del “das-ein” o, en una traducción aproximada del alemán, “ser-ahí”, ente cuyo modo de ser está permanentemente en juego el tiempo, con otros entes “ahí”, con otros entes dados simplemente, con utensilios resultantes del universo de la técnica, y en dirección a la muerte. Kierkegaard, a su vez, considera que el hombre es desesperación y angustia, transitando entre lo finito e infinito, real y eterno, deseos, elecciones y deudas (culpas) consecuentes con esas mismas elecciones, siendo el deseo el elemento de la pasión, único afecto realmente digno de atribuirle un verdadero sentido a la existencia. De cualquier manera, independientemente del enfoque filosófico o psicológico, es un punto pacifico que el hombre es un ser que desea, y eso trae inevitables consecuencias prácticas y teóricas en su experiencia en el mundo.

¿Cómo entender el deseo, sus manifestaciones y la necesidad de someterlo a determinados criterios? ¿Sería posible educarlo?

En “El malestar de la civilización”, Freud afirma que la civilización es producto de la represión del deseo. Si no refrenase sus deseos e instintos, la Humanidad no conocería el progreso técnico, intelectual, moral, político, jurídico o social. La capacidad del hombre de decirle no a la satisfacción de aquello que desea fue esencial en la construcción de las grandes obras del espíritu humano, de las nociones de límite, y hasta de la libertad. Sin decir que, cuando se trata de la naturaleza sexual, su energía puede ser sublimada hacia grandes realizaciones de la ciencia, el arte, la religión o la política. Para el psicoanalista brasileño Jorge Forbes, introductor del pensamiento lacaniano (Jacques Lacan) en Brasil, “desear” es diferente de “querer”. Su libro ya clásico “¿Usted quiere lo que desea?” identifica  claramente esa diferencia. El deseo es espontaneo, afectivo, pulsional simbólico, fantasioso, lúdico. Deseamos un millón de cosas, pero sabemos, por el sentido común, que tendremos sólo el mínimo de ellas. Además de esto, realizar los deseos cobra un precio a veces muy alto. De allí que no siempre estamos dispuesto a pagar el precio que la vida cobra por la realización de los deseos. El adolescente desea ser médico, fantasea con la idea de vestir traje blanco con su nombre de doctor bordado en la solapa, el estetoscopio colgando en el cuello, prestigio, fortuna, respeto social… Pero, cuando se enfrenta con la necesidad de estudiar con hinco, renunciar a las fiestas del fin de semana, leer hasta tarde en la noche los libros obligatorio de los cursos, hacer clases particulares de física, química, biología y matemáticas, enfrentar competidores brillantes, renunciar a paseos, al gimnasio, al club o a un amor en esa etapa de la vida, noches de guardia, exámenes difíciles, la necesidad de leer y hablar fluido en inglés, etc. Se detiene… lo piensa bien… Y al final descubre que, aunque desee mucho ser médico, no lo quiere. De igual manera sucede con el marido o la esposa que desean a otro compañero, pero que no pagan el precio de ver su hogar arruinado por una traición, y descubren que lo desean pero no lo quieren. Una persona que desea adelgazar, pero detesta hacer dietas, es decir, desea, pero no quiere, y así sucesivamente.

El deseo, en sí, es una experiencia incontrolable, aunque le corresponda al sujeto, en el ejercicio de su libertad, decidir lo que debe o no hacer con él. En la ontología sartreana (Jean Paul Sartre), el deseo está en el ámbito de la experiencia pre-reflexiva, por lo tanto, anterior a la autonomía como regulación de uno mismo. La “pre-sencia”  del deseo se da en un flujo que se “proyecta” en el tiempo, lanzando al ser en la angustia propia  de la libertad, es decir, no somos libres para desear, pues el deseo es automático y estamos condenados a tenerlo, pero somos responsables por todo lo que decidimos hacer con él, ya sea buscar su realización, reprimirlo, sentir culpa por sentirlo, ocultarlo, revelarlo al mundo, etc. Así, en una perspectiva existencial, sólo es verdaderamente libre el hombre capaz de decir no a  sus propios deseos. Aquél que no lo es, se vuelve automáticamente esclavo de sus deseos, se iguala a los animales, salvo que el animal está condicionado a sus instintos, dimensión mucho menos sofisticada que el deseo humano, experiencia afectiva ésta que implica fenómenos que involucran memoria, lenguaje, representación, etc. Por lo tanto, aquella visión del sentido común que trae el animal suelto en el bosque como modelo de libertad es totalmente equivocada. El modo de ser del animal es simplemente dado por su condición de animal que es, sin la menor posibilidad de escoger ser otra cosa que no sea aquello que la naturaleza lo condenó a ser, sin ninguna libertad de elección, ningún deseo, totalmente atado a los imperativos de supervivencia e instinto pertinentes a su especie, por lo menos en esa fase de su evolución anímica.

Aun por este enfoque, es necesario considerar que el deseo es vivencia de orden exclusivo de la conciencia, que en una visión fenomenológica, será siempre conciencia intencional, es decir, conciencia “de” “alguna cosa”. Por eso, al depender del carácter de esa “alguna cosa”, el ser prueba verdaderos “dramas de conciencia” por manifestar deseos no siempre considerados buenos, aceptables, positivos, bellos, ennoblecedores, etc. Sin embargo, en general, más que estar en el mundo sino más bien “siendo mundo”, lo que el hombre común desea, como se dice popularmente, “es ilegal, es inmoral, o engorda”.

Sin embargo, eso no necesita volverse un drama, pues seria, como mínimo, cruel condenar a un hombre por aquello que desea. De allí el Derecho de penalizar al homicida y no al que desea matar, al que practica pedofilia y no al que siente atracción sexual por niños, al que hiere y no al que guarda un deseo secreto por herir, y así sucesivamente. Si no fuese así, todos nos volveríamos jueces de conciencias ajenas. Desde el punto de vista ético, lo que vale es la acción del ser en el mundo, la manera como conduce sus relaciones, independientemente de sus deseos e ideaciones. En ese camino, es preferible una Humanidad que hace el bien (en una visión platónica y, pues, metafísica, de lo que sería “el bien” ideal; o en una óptica aristotélica de que “bueno” es todo lo que hace al hombre feliz en el contexto de la polis), aunque no desee, a una que desee el bien, pero haga el mal o sea indiferente a ese ben. El filósofo contemporáneo Jürgen Habermas trata sobre esto con seguridad, habla de una ética del discurso, en el que lo que las personas piensan o sienten es secundario; lo importante es que haya una responsabilidad acerca de la construcción de una sociedad en la que las personas convivan bien y civilizadamente, en la que nadie haga el mal a nadie, y que el bien común sea contemplado. En el recorrido de este pensamiento, las cuestiones de conciencia, verdaderamente, no son susceptibles de conocimiento objetivo  ni son asunto de nadie, y el deseo está naturalmente entre ellas.

¿Si el deseo sería o no educable? Pienso que no, pues siendo de orden pre-reflexivo, pertenece a una dimensión sobre la cual, realmente, el hombre no tiene ningún control. El ser no desea lo que quiere, o lo que es moralmente deseable, o lo que es bonito y correcto de desear; el ser desea lo que desea, y punto. En el momento que percibe, ya deseó, y no hay nada que hacer en relación con esa vivencia en sí. Pero sí es posible educar la libertad, y es justamente para esto que sirve la educación, para mostrar al hombre que él debe vivir éticamente, es decir, para vivir y sobrevivir en el mundo es fundamental resistir y sobrevivir a nuestros propios deseos. Ellos son nuestros, de esta manera podemos decidir qué hacer con ellos, ponderando libertad, responsabilidad, posibilidades, conveniencia, valores sociales, valores personales, valores éticos, valores estéticos, eventualmente valores religiosos, posibilidades, cultura, leyes, etc.

Considerándose la evolución humana, ¿cómo situar el deseo? ¿Es posible establecer un parámetro de comparación para dimensionarlo de manera global?

Tratándose de la evolución de la civilización, es innegable que la educación de la libertad transforma el patrón de nuestros deseos, volviéndolos menos groseros en un aspecto más general y, por lo tanto, dentro de obvias excepciones. Por eso, el canibalismo en la actualidad nos suena tan absurdo, aunque haya sido una práctica extremadamente placentera para la Humanidad primitiva. Tener hambre, por ejemplo, está en la dimensión del instinto, sin embargo, en el hombre, sentir hambre agudiza el deseo de comer este o aquel plato, saborear ese o aquel manjar, dulce o salado. En ese contexto, aunque no pueda escoger el deseo propiamente considerado, el ser puede escoger dentro de sus posibilidades físicas, financieras, geográficas, mentales, morales, jurídicas, etc., si va o no a satisfacer su deseo. El ser es libre para ello. Ayer, los primeros homínidos, soñaban con desgarrar a sus presas con sus dientes y deleitarse con el sabor a sangre fresca que les corría por el rostro. Hoy, podemos salivar pensando en un filete a la parmesana con papas fritas. Mañana, sólo Dios lo sabe. En ese aspecto, vale el dicho “el hábito hace al monje”. En cada encarnación vamos invirtiendo en la disciplina de nuestra libertad hasta que, después de mucho tiempo y muchas encarnaciones, sintamos trasformado el tenor de nuestros deseos. Eso es curioso porque es un cambio que, al contrario a lo que generalmente se piensa que ocurra en las dinámicas transformadoras del ser, se da literalmente de fuera hacia adentro: de tanto decirle no a determinado deseo, llega un momento en que él no emerge más, a semejanza de un pozo de petróleo que simplemente para de brotar. Sin embargo, la Naturaleza no da saltos, es necesaria mucha paciencia con nosotros mismos hasta que eso acontezca, y puede durar siglos y hasta milenios. Para unos más rápido, para otros más lento, cada cual en el ritmo de transformaciones que logre imprimir a su propia historia espiritual, producto de sus sucesivos proyectos existenciales, sin comparaciones infantiles. Cada ser humano, entiéndase Espíritu, es un universo singular e imprevisible que se desdobla “en un mundo” y guarda una dinámica absolutamente propia. Y eso también vale para las humanidades, que se forman por afinidades múltiples y se desdoblan igualmente no sólo en la Tierra, sino en todo el universo infinito de la creación.

Considerando los grandes pensadores y filósofos, del pasado y del presente, ¿hay algunas frases resaltantes que podemos ofrecer a la apreciación del lector en relación al tema?

Aunque Sartre sea un filósofo ateo, cuando aborda la cuestión de  la libertad es muy pertinente, pues preconiza que “más importante que lo que hicieron de nosotros, es lo que nosotros hicimos con lo que hicieron de nosotros”. Es decir, por extensión más importante  que los deseos que tenemos, es lo que nosotros decidimos hacer con ellos.  Por lo menos en el estadio actual de la evolución espiritual en que estamos, las ansias por el cambio abrupto y radical de nuestras inclinaciones automáticas será un camino inevitable de frustraciones. Debemos lidiar con nuestros deseos con indulgencia, como viejos compañeros construidos durante siglos de hábitos placenteros, y por eso la necesidad de tener paciencia con ellos. Mientras tanto, en la medida de lo posible, si nos incomodan o si la satisfacción de ellos nos trae problemas a nosotros o a los demás, sólo el cambio de hábitos y ocupaciones podrán ayudarnos en la sustitución de sus automatismos, y eso es un trabajo para muchas encarnaciones.

En tanto, vamos tratando de ser útiles, aun entre las sombras y pantanos de nuestros propios deseos. Nuestro Chico Xavier, a quien tuve el privilegio de tratar, siempre nos enseñó que “la paz es algo que podemos ofrecer a los otros, aun sin tenerla nosotros mismos”. Nadie requiere saber lo que deseamos o no, pues eso es de nuestro fuero íntimo, pertenece a nuestra conciencia y, conforme al Espíritu de Verdad, en El Libro de los Espíritus de Allan Kardec, sólo a Dios le debemos rendir cuentas de lo que pasa en nuestra conciencia. En la vida práctica, lo más importante de todo es el bien o mal que objetivamente hayamos hecho unos a los otros. Y Caetano Veloso esta inspirado al decir que “cada uno sabe del dolor y la delicia de ser lo que es”. ¿Y qué somos? Sin duda somos imperfectos. Si  fuéramos a esperar la liberación de nuestros deseos opresores para hacer el bien, seremos, hoy, ante la faz de la Tierra, imperfectos e inútiles. Por eso, incluso Chico nos aclara el panorama al afirmar que debemos trabajar por el bien mismo tanteando en la oscuridad de nuestras imperfecciones, y así por lo menos seremos imperfectos pero útiles, y eso ya contará a nuestro favor en la contabilidad espiritual ante la misericordia divina. Al final, en algún instante de la eternidad, alcanzaremos la iluminación que el príncipe Sidarta, o Buda, emisario de Jesús en Oriente, definió como el estadio de absoluta liberación de todos los deseos: “cuando el hombre de libere de todos los deseos, finalmente descubrirá que tiene todo lo que desea”.

¿Alguna consideración final?

El deseo es el motor que impulsa los grandes giros personales y colectivos, y la experiencia estética a través del arte tal vez sea uno de los caminos más eficaces para volvernos seres más sublimes, delicados, generosos e iluminados. Pienso que la armonía universal es el gran lenguaje divino. Pienso que Dios se comunica por la música, y todo en el universo finito es deslumbramiento y camina hacia una inexplicable y extraordinaria sinfonía de luz, de colores sublimes y de aromas sutiles. Por eso deseamos. Por eso el deseo es “de + siderium”, en dirección a las estrellas, no sólo a las del cielo sino a las estrellas en que nos vamos convirtiendo en el increíble viaje de los milenios, uniéndonos, constituyendo gigantescas constelaciones de amor al reflejar el farol de Dios. 




 


Volver a la página anterior


O Consolador
 
Revista Semanal de Divulgación Espirita