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Estudio Metódico del Pentateuco Kardeciano Português   Inglês

Año 7 337 – 10 de Noviembre de 2013

ASTOLFO O. DE OLIVEIRA FILHO                    
aoofilho@gmail.com
                                      
Londrina,
Paraná (Brasil)  
 
Traducción
Maria Reyna - mreyna.morante@gmail.com
 

 


El Cielo y el Infierno

Allan Kardec

(Parte 6)

Continuamos el estudio metódico del libro “El Cielo y el Infierno, o la Justicia Divina según el Espiritismo”, de Allan Kardec, cuya primera edición fue publicada el 1º de agosto de 1865. La obra integra el llamado Pentateuco Kardeciano. Las respuestas a las preguntas sugeridas para debatir se encuentran al  final del texto.

Preguntas para debatir

A. ¿Dónde se originó la creencia en la eternidad de las penas futuras?

B. ¿Cuál es el principal argumento de los que defienden el dogma de las penas eternas y cómo lo refuta el Espiritismo?

C. Si el Espíritu puede progresar, y el progreso es una ley natural. ¿El dogma de la eternidad de las penas es compatible con la ley del progreso?

D. ¿La carne es débil o es el alma la que es débil?

Texto para la lectura

49. A medida que el Espíritu se desarrollaba, el velo material se iba disipando poco a poco y los hombres se iban haciendo más hábiles para comprender mejor las cosas espirituales; pero esto sucedió gradualmente. Jesús, al venir a la Tierra, pudo anunciar a un Dios clemente y enseñar: Amaos los unos  a los otros y haced el bien a los que os odian, mientras que los antiguos recomendaban: ojo por ojo, diente por diente. (Primera Parte, cap. VI, ítem 4.)

50. Ahora bien, ¿quiénes eran los hombres que vivían en el tiempo de Jesús? ¿Eran almas nuevas, dotadas desde su creación de una mayor comprensión de las que vivían en el tiempo de Moisés? No. Esas almas eran las mismas que vivieron antes bajo el imperio de las leyes mosaicas y adquirieron, en varias existencias, el desarrollo suficiente  para la comprensión de una doctrina más elevada, así como hoy se encuentran más adelantadas para recibir una enseñanza aun más completa. (Primera Parte, cap. VI, ítem 4.)

51. Cristo, sin embargo, no pudo revelar a sus contemporáneos todos los misterios del futuro, limitándose en muchos puntos a sembrar, bajo una forma alegórica, los gérmenes de lo que debería ser desarrollado más tarde. La doctrina de las penas y recompensas futuras pertenece a este último orden de ideas. Él no podría romper de manera abrupta las ideas preconcebidas; ni podía racionalmente atenuar el temor al castigo reservado a los prevaricadores, sin debilitar la idea del deber. (Primera Parte, cap. VI, ítem 5.)

52. Si Jesús amenazó a los culpables con el fuego eterno, también los amenazó con lanzarlos a la Gehena. Pero, ¿qué era la Gehena? Nada más y nada menos que un lugar en los alrededores de Jerusalén, un basural donde se arrojaban las inmundicias de la ciudad. ¿Se debería interpretar también esto al pie de la letra? Con seguridad, no; pero Él se valió de esas figuras enérgicas para impresionar a las masas. Lo mismo sucede con el fuego eterno, porque – si existiese el fuego eterno – esto estaría en flagrante contradicción con la clemencia y la misericordia de Dios que el Maestro tanto exaltó. (Primera Parte, cap. VI, ítem 6.)

53. En la oración dominical, Jesús nos enseña a decir: Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Ahora bien, si el culpable no tuviese que esperar ningún perdón, sería inútil pedirlo. Dios, al hacer del olvido de las ofensas una condición absoluta, no podía exigir al hombre, un ser débil, lo que Él, Creador omnipotente, no haría. El “Padre Nuestro” es, pues, una protesta cotidiana contra la eternidad de la venganza de Dios. (Primera Parte, cap. VI, ítem 6.) 

54. Jesús, cada vez que tuvo ocasión, habló de un Dios clemente, misericordioso, dispuesto a recibir al hijo pródigo que volvía al hogar paterno. Inflexible con el pecador obstinado, pero si tenía el castigo en una mano, tenía en la otra siempre el perdón, listo para ser concedido al culpable que lo buscase con sinceridad. (Primera Parte, cap. VI, ítem 7.)

55. La doctrina de las penas eternas absolutas conduce forzosamente a la negación o al debilitamiento de algunos atributos de Dios, siendo esto incompatible con la perfección absoluta, de donde resulta este dilema: si Dios es perfecto, no existen penas eternas; si existen penas eternas, Dios no es perfecto. (Primera Parte, cap. VI, ítem 15.)

56. El dogma de la eternidad absoluta de las penas es incompatible con el progreso de las almas, al cual opone una barrera infranqueable. Estos dos principios se anulan, y la condición indeclinable de la existencia de uno es el aniquilamiento del otro. ¿Cuál de los dos existe? La ley del progreso es patente; no se trata de una teoría, es un hecho constatado por la experiencia, es una ley de la Naturaleza, divina, imprescriptible. Si esta ley es incompatible con la otra, es porque la otra no existe. (Primera Parte, cap. VI, ítem 19.) 

57. Según la Doctrina Espírita, de acuerdo con las palabras mismas del Evangelio, la lógica y  la más rigurosa justicia, el hombre es el producto de sus propias obras, durante la vida y después de la muerte, sin deberle nada al favoritismo. Dios lo recompensa por sus esfuerzos y lo castiga por su negligencia por tanto tiempo como persista en la negligencia. (Primera Parte, cap. VI, ítem 19.)

58. La creencia en la eternidad de las penas fue saludable hasta el momento en que los hombres tuvieron a su alcance la comprensión del poder moral. Eso sucede con los niños a quienes durante un determinado tiempo se contiene con la amenaza de seres quiméricos con los que son intimidados: al llegar al período del razonamiento, rechazan por sí mismos esas quimeras de la infancia, haciéndose absurdo querer gobernarlos por esos medios. Es esto lo que ocurre hoy con la Humanidad, que sale de la infancia y abandona sus fantasmagorías. (Primera Parte, cap. VI, ítem 20.)

59. La creencia es un acto de entendimiento, por lo cual no puede ser impuesto. Si durante un período de la Humanidad el dogma de la eternidad de las penas se mantuvo inofensivo y beneficioso, llegó el momento en que se volvió peligroso. Quien estudie el asunto con calma, verá que en nuestros días el dogma de la eternidad de las penas ha producido más ateos y materialistas que todos los filósofos. (Primera Parte, cap. VI, ítem 21.)

60. ¿Para qué, pues, sostener a la fuerza una creencia que cae en desuso, y que hace más daño que beneficio a la religión? ¡Ah! Es triste decirlo, pero una cuestión material predomina aquí sobre la cuestión religiosa: esta creencia ha sido ampliamente explotada con la idea de que con dinero se abren las puertas del cielo y del infierno. Las cantidades recaudadas por ese medio, en otro tiempo y hoy, son incalculables. (Primera Parte, cap. VI, ítem 21.)

61. La Nueva Revelación, al dar ideas más sensatas de la vida futura y demostrar que podemos promover la felicidad por las buenas obras, debe encontrar una tremenda oposición, tanto más viva porque extingue una de las más rentables fuentes de ingresos. Así sucede cada vez que un nuevo descubrimiento o invención debilita costumbres antiguas y preestablecidas. Quienes viven de viejos y costosos procedimientos nunca dejan de elogiar su superioridad y excelencia, desacreditando a los nuevos, más económicos. (Primera Parte, cap. VI, ítem 22.) 

Respuestas a las preguntas propuestas

A. ¿Dónde se originó la creencia en la eternidad de las penas futuras?

Cuanto más cercano está al estado primitivo, más  material es el hombre, y eso tiene una influencia en su concepción con respecto al Creador. Un Dios manso y prudente no podría ser Dios, porque no tendría medios para hacerse obedecer. La venganza implacable y los castigos terribles y eternos no eran incompatibles con la idea que se tenía de Dios y no les repugnaba la razón. Ahora bien, como eran personas implacables en sus resentimientos, crueles con sus enemigos y sin piedad con los vencidos, Dios, que era superior a ellos, debía ser aún más terrible.

Para tales hombres eran, pues, necesarias las creencias religiosas asimiladas a su naturaleza rústica, puesto que una religión completamente espiritual, toda amor y caridad, no podía armonizar con la brutalidad de sus costumbres y pasiones. No debemos, pues, censurar a Moisés y su legislación draconiana, ni el hecho de habernos presentado a un Dios vengativo, puesto que la época así lo exigía. La creencia en la eternidad de las penas fue, en vista de ello, una mera consecuencia de las condiciones en que tal doctrina fue enseñada. (El Cielo y el Infierno, Primera Parte, cap. VI, ítems 2, 3 y 20.)

B. ¿Cuál es el principal argumento de los que defienden el dogma de las penas eternas y cómo lo refuta el Espiritismo?

El principal argumento que se invoca a su favor es: “Es una doctrina admitida entre los hombres que la gravedad de la ofensa es proporcional a la calidad del ofendido. El crimen de lesa-majestad, por ejemplo, el que atenta contra un soberano, siendo considerado más grave que la falta contra cualquier súbdito, es por eso mismo castigado con más severidad. Y siendo Dios mucho más que un soberano, pues es infinito, debe ser infinita la ofensa contra Él, como infinito su respectivo castigo, es decir, eterno.”

La refutación a tal argumento se fundamenta en los propios atributos de Dios: eterno, inmutable, inmaterial, omnipotente, soberanamente justo y bueno, infinito en todas las perfecciones. Ahora bien, un ser infinitamente justo y bueno no puede tener la menor parte de maldad. Admitiendo que una ofensa temporal a la Divinidad pudiese ser infinita, Dios, vengándose mediante un castigo infinito, sería por tanto infinitamente vengativo; y siendo Dios infinitamente vengativo no puede ser infinitamente bueno y misericordioso, puesto que uno de estos atributos excluye al otro. Si no es infinitamente bueno no es perfecto; y si no es perfecto deja de ser Dios. Si Dios es implacable con el culpable que se arrepiente, no es misericordioso; y si no es misericordioso, deja de ser infinitamente bueno.

¿Por qué daría Dios a los hombres una ley de perdón si Él mismo no perdonase? Resultaría de ello que el hombre que perdona a sus enemigos y les retribuye bien por mal, sería mejor que Dios, sordo al arrepentimiento de los que le ofenden, negándoles para siempre el más mínimo afecto. (Obra citada, Primera Parte, cap. VI, ítems 10, 12, 15, 16 y 17.) 

C. Si el Espíritu puede progresar, y el progreso es una ley natural. ¿El dogma de la eternidad de las penas es compatible con la ley del progreso?

No. El dogma de la eternidad de las penas es irracional e incompatible con la ley del progreso. (Obra citada, Primera Parte, cap. VI, ítems 17, 18 y 19.)

D. ¿La carne es débil o es el alma la que es débil?

La expresión la carne es débil, habla respecto a la fragilidad de los hombres, es decir, a los Espíritus, cuando encarnados, sujetos a todas las influencias posibles, bajo las cuales muchos sucumben. La carne sólo es débil porque el Espíritu es débil, lo que invierte la cuestión, porque deja al ser pensante y no a su envoltura física, la responsabilidad de todos sus actos. La carne, destituida de pensamiento y voluntad, no puede prevalecer jamás sobre el Espíritu, que es el ser que piensa y obra. (Obra citada, Primera Parte, cap. VII, parte inicial.)

 

 


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