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Año 7 337 – 10 de Noviembre de 2013
Traducción
Elza Ferreira Navarro - mr.navarro@uol.com.br
 

 
 


El hombre de bien respeta en los otros las convicciones sinceras


Hay quien diga: 

-No creo en Dios. 

-No creo en Espíritus. 

-No creo en el mundo espiritual. 

-No creo en reencarnación. 

Las personas tienen todo el derecho de pensar de esta manera, porque, sabemos muy bien, que la fe es algo individual que no se transmite ni se puede imponer a quien quiere que sea. 

Lo que no toca a nadie es el derecho de recriminar la creencia o la fe ajena, porque todas las  personas son libres para adherir o no a ésa o aquella religión, por más absurda que sea. La libertad de culto es, además, un derecho consagrado en la Constitución Federal.  

Vimos en esta semana, en un mismo día, en el capítulo de la fe, dos hechos que nos llamaron la atención. El primero fue la manifestación de un lector de un periódico de la ciudad que, declarándose ateo, se valió de la oportunidad para criticar de manera grosera las personas que creen en Dios – para él, un ser inexistente –, a lo cual se apegan a la menor dificultad.  

El otro hecho, de naturaleza diametralmente opuesta, nos fue mostrado por la TV, cuando una joven, al verse roto en definitivo el sueño de la propia boda, consiguió equilibrarse y dio un fin a su inmenso dolor valiéndose de uno de los salmos de David. Nos referimos al conocido Salmo 23, así expreso:  

El Señor es mi pastor, nada me faltará.  

Acuésteme en verdes pastos, guíeme mansamente en aguas tranquilas.

Refrigere mi alma; guíeme por las veredas de la justicia, por amor de su
         nombre. 

Aun cuando yo anduviese por el valle de la sombra de la muerte, no temería mal alguno, porque usted está conmigo; su vara y su cayado me consuelan.  

Prepare una mesa ante mí en la presencia de mis enemigos, unja mi cabeza con aceite, mi cáliz desborda. 

Ciertamente que la bondad y la misericordia me acompañarán todos los días de mi vida; y habitaré en casa del Señor por largos días. (Salmos 23:1-6.

Escrito en una época bien anterior al advenimiento de Jesús, nos impresiona la belleza y la profundidad de ese salmo y el bien que él transmite cuando pronunciado por un alma fervorosa.   

Ese simple episodio comprueba cómo es importante respetar las convicciones ajenas, sobre todo porque ésa es una de las cualidades del Hombre de Bien, conforme Allan Kardec señaló en un conocido texto que integra el cap. XVII del libro El Evangelio según el Espiritismo,  adelante parcialmente reproducido: 

El hombre de bien es bueno, humano y benevolente para con todos, sin distinción de razas, ni creencias, porque en todos los hombres ve hermanos suyos. 

Respeta en los otros todas las convicciones sinceras y no lanza anatema a los que como él no piensan.  

En todas las circunstancias, toma por guía la caridad, teniendo como cierto que aquél que perjudica a otros con palabras malévolas, que hiere con su orgullo y su desprecio a la susceptibilidad de alguien, que no retrocede a la idea de causar un sufrimiento, una contrariedad, aunque ligera, cuando puede evitarla, falta al deber de amar el prójimo y no merece la clemencia del Señor.  

No alimenta odio, ni rencor, ni deseo de venganza; a ejemplo de Jesús, perdona y olvida las ofensas y sólo de los beneficios se acuerda, por saber que perdonado le será conforme hubiera perdonado. 

Es indulgente para con las debilidades ajenas, porque sabe que también necesita de indulgencia y tiene presente esta sentencia del Cristo: “Tírale la primera piedra aquél que hallarse sin pecado”.  

Nunca se complace en rebuscar los defectos ajenos, ni, aún, en evidenciarlos. Si a esto se ve obligado, busca siempre el bien que pueda atenuar el mal. 

Estudia sus propias imperfecciones y trabaja incesantemente en combatirlas. Todos los esfuerzos utilizados para poder decir, en el día siguiente, que alguna cosa trae en sí lo mejor de lo que en la víspera. (El Evangelio según el Espiritismo, cap. XVII, ítem 3.) 




 


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Revista Semanal de Divulgación Espirita