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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 7 308 – 21 de Abril de 2013

Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 


José, el pan duro

 

Un hombre poseía una parcela y vivía en el campo entregado a sus actividades en el cuidado de la tierra.

Con el pasar del tiempo, cada vez más José se enriquecía, dando una vida confortable a su esposa Rita y a los hijos Rubens y Cláudio.

Construyo una casa nueva bien grande, había hecho un bello jardín y el huerto

daba frutos en abundancia.   

Ahora nada faltaba para José y Dios le daba siempre más. Tenía muchos empleados y no necesitaba trabajar. Sus hijos estudiaban en buenos colegios en la ciudad y casi no aparecían más en la casa de campo. Para Rita, también habían terminado los días difíciles y, aún gustando de trabajar, ahora sólo descansaba, dando ordenes a la empleada.

De ese modo, por las facilidades que encontró en la vida, José se hizo duro de corazón.

Cuando alguien le pedía una moneda, él respondía:

­­— Ahora con esa, haga cómo yo hice. ¡Vaya a trabajar!

El huerto estaba siempre cargado de frutos, pero si un niño le pedía una fruta para comer, José decía:

— ¡Planta las semillas, como yo hice, y tendrás todas las frutas que quieras!   

Cuando pasaba una pobre mujer con un niño hambriento en los brazos, suplicando la misericordia de un pedazo de pan, José afirmaba indiferente:

— No puedo. Tengo mi familia que cuidar.

Así, con el tiempo, nadie más se atrevía a pedirle ninguna cosa, quedando José conocido como avariento, y todos cuantos se referían a él lo llamaban “Pan Duro”. Los años pasaron y José se hizo viejo, sin energía para dirigir a los empleados de la casa de campo, que ya no trabajaban más como antes.

De ese modo, la tierra no producía con tanta abundancia y José necesitó dispensar a los empleados, por no tener dinero para pagarlos. En todo en la propiedad se veía falta de cuidados, pobreza, relajamiento.

La linda casa se hubo estropeado por falta de cuidados; las cercas estaban rotas y los animales huían del pasto sin estar quién se preocupara en traerlos de vuelta.

Los hijos Rubens y Cláudio se vieron obligados a volver para la casa de campo, por no tener más condición de vivir en la ciudad. Ahora, la familia no tenía ni qué comer y pasaban necesidad.

Y José, sentado en la baranda, acordándose de los tiempos de abundancia, pensaba:

— ¡Ah! ¡Cuánto dinero, cuantas monedas yo tuve! Ahora, si hubiera una sola estaría contento.

Y José, sentado en la baranda, acordándose de los tiempos de abundancia, pensaba:

— ¡Cuánta abundancia había en el huerto! Sin embargo, ahora con algunas naranjas yo me sentiría satisfecho.

— ¡Cuánta comida teníamos nosotros, llegando a tirar fuera! Hoy, un pan saciaría nuestra hambre.

Pensando así, José se acordaba de las personas pobres que le tocaban a la puerta suplicando una moneda, una fruta, un plato de comida o un pedazo de pan, que él negaba.
 

Lágrimas de arrepentimiento tardío mojaban sus ojos, recordando las frutas que se pudrían en el suelo, la comida que se estropeaba y que iba para la basura, el pan que endurecía sin ser comido. Él había recibido tantas dádivas de Dios, y nada había dividido con nadie. En lágrimas amargas, José se acordaba de la recomendación de Jesús de hacer a los otros lo que deseamos que ellos nos hagan, y lamentaba el tiempo perdido.  
 

Ahora el se acordaba de Dios y suplicaba, con los ojos vueltos para el Cielo:

— ¡Señor, dame otra oportunidad! Sé que hice todo equivocado, pero me gustaría actuar diferente. Reconozco que perdí mi existencia, pero como el trabajador que pierde el día de servicio tiene la oportunidad de recomenzar al día siguiente, yo te suplico Mí Padre una nueva oportunidad de poder recomenzar y hacer todo diferente, procurando acertar.

José cerró los ojos y partió para el Mundo Espiritual, la Verdadera Vida del Espíritu.

Y el Señor, que es Padre amoroso y atiende a las súplicas de sus hijos, accedió a su pedido, entendiéndole el deseo de mejorar.

Algunos años después, en la antigua casa de José todos estaban felices.

Vivían otros tiempos. Los hijos Rubens y Cláudio, no teniendo que donde sacar recursos, comenzaron a trabajar en la casa de campo, aprovechando las tierras y haciéndolas producir nuevamente. Rita ahora tomaba cuenta de la casa con amor, sintiéndose más feliz y realizada.

Rubens, el más mayor, inmediatamente comenzó a enamorar a una buena chica y se casó. Algún tiempo después, estaban conmemorando el nacimiento del primer hijo de la pareja.

Tomando el recién nacido en los brazos, la abuela Rita, ahora con cabellos blancos, sintió su corazón alegrarse con el primer nieto, envolviéndolo con amor.  

— Hijo mío, ¿tú ya escogiste el nombre de él?

Rubens intercambió una mirada con la esposa, sonrió e informó:
 

— Sí, mamá. ¡Nuestro hijo se llamará José!

Con lágrimas en los ojos, Rita miró al recién nacido, apretándolo aún con más amor, y le pareció que el pequeño le sonreía. Aquellos ojitos hacían que se acordara del marido fallecido.

Irguiendo la frente para lo Alto,

sintiendo íntimamente que era su marido que volvía en un nuevo cuerpo, para aprender la lección del desprendimiento y de la caridad, ella murmuró:

— ¡Gracias, Señor! ¡Muchas gracias!

                                                                  MEIMEI


(Recebida por Célia Xavier de Camargo em Rolândia-PR, aos 25/3/2013.)


               
 
                                                                                   



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Revista Semanal de Divulgación Espirita