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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 4 202 – 27 de Marzo de 2011

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

Nueva oportunidad

 

Hace muchos años atrás existió un hombre llamado Jorge que era dueño de muchas tierras.

Jorge tenía dos hijos ya crecidos y deseaba que aprendieran a trabajar en el campo. Por eso, los llevaba para la labranza, enseñándoles cómo trabajar.

Llegó un día en que el padre llamó a su hijo más mayor y, llevándolo a un buen pedazo de tierra, le dijo:

— Juan, hijo mío, tú ahora estás en condiciones de tocar solo una tierra. 

Entonces, con los brazos abiertos mostrándole el terreno al frente, comunicó:

— Este terreno es tuyo. Ahora tú  eres el responsable por él. Cuida bien de él. Plántalo y el resultado de la cosecha será toda tuya.     

El hijo, sorprendido y agradecido, abrazó al padre.

—   Gracias, papá.

A partir de ese día, sin embargo, como nadie lo llamara para levantarse, Juan pasó a perder la hora. Estaba siempre atrasado para el trabajo y el trato de la tierra pasó a acusarle la falta de cuidados. Juan preparó el suelo, plantó las semillas, pero, desatento y perezoso, no se preocupó en retirar las plagas e hierbas dañinas que crecían en medio de la buena simiente.

Por más que el padre llamase su atención, alertándolo sobre lo que le competía hacer, Juan no llevaba en serio sus tareas.

Un día, cuando el padre fue visitar la plantación del hijo, su corazón se llenó de tristeza. La tierra agreste, había tomado cuenta de todo y ahogara la plantación, que había acabado pereciendo. Bastante contrariado, el padre llamó a los dos hijos y dijo a Juan.

— Hijo mío, tú demostraste que no eres responsable lo bastante para trabajar con la tierra que te di. Entonces, te retiro la tierra que te había concedido y la entrego para tú hermano, David.

El muchacho más joven se alegró con la noticia. A él le gustaba mucho trabajar y, de modo especial, de luchar con la tierra.   

— Gracias, papá. Tú no te arrepentirás.

En cuanto a Juan, humillado y rebelde, bajó la cabeza y fue llorar en un rincón, para que nadie lo viera. 

Ahora, lleno de tristeza, de lejos Juan veía al hermano David en el tractor a luchar con la tierra, plantando y cuidando de la labranza que un día fuera suya y que ahora era de él. 

Después de algún tiempo, el satisfecho David vio coronado sus esfuerzos, con una cosecha buena y abundante. 

Sumamente arrepentido de su negligencia y reconociendo que el padre tenía razón, Juan buscó al padre, humildemente, y dijo:

— ¡Papá! Te pido perdón, reconozco que erré. Lamento mi desgana con la tierra que tú  me diste para cultivar. Yo sé que no lo merezco, pero aprendí la lección. Me das una nueva oportunidad y prometo que no te arrepentirás.     

El padre, que no esperaba sino el reconocimiento del hijo por el error que había cometido, concordó. Llevó a Juan hasta un terreno mucho más lejos que el primero, accidentado y lleno de piedras y mostrándolo, consideró: 

— Hijo mío, tú me pediste una nueva oportunidad, pero el terreno que tengo ahora para darte es este. Es diferente del otro y tú tendrás mucho más trabajo. Si quieres, él es tuyo.

Con lágrimas, Juan agradeció al padre. Él realmente había aprendido la lección. No estaba preocupado con facilidades, sino en realizar el trabajo que el padre esperaba de él, en que el primero beneficiado sería él mismo.

Entonces, con ahínco, Juan se puso a trabajar. Se levantaba antes de nacer el sol, e iba para el campo. Limpió la tierra y retiró las piedras, usándolas para separar el terreno. Después, revolvió la tierra y plantó las semillas. Atento al desarrollo de las plantitas tiernas, él cuidaba para que las plagas no atacaran la plantación, y arrancaba hierbas dañinas cuando surgían, no permitiendo que crecieran. 
   

Cuando el padre salía a caballo y pasaba por aquel tramo, se sentía satisfecho al ver al hijo todo sudado y sucio, pero en el trabajo. 

El resultado de los esfuerzos fue una cosecha abundante, que llenó a Juan de alegría.

Al reunir la familia para conmemorar el resultado de toda la cosecha, todos los miembros de la familia estaban contentos.  El padre abrazó al hijo más mayor con inmenso cariño, afirmando: 

— Felicidades, hijo mío. ¡Tú tienes un buen trabajo, Juan!

A lo que el muchacho respondió, emocionado:

— No, papá. Si no fuera por tú darme aquella lección, mostrándome cuanto yo estaba errado, jamás lo conseguiría. Fue necesario que yo reconociera cuanto había fallado, para encontrar fuerzas y vencer.    

Abrazando al padre, él completó:

— Ahora, yo realmente aprendí a gustar del trabajo, como a mí querido hermano David.

David y la madre, que allí también estaban, se abrazaban a los dos, mostrando que allí estaba una familia unida.

Como Jesús nos enseñó, así también ocurre con nosotros.  Cuando no nos mostramos dignos de la bendición recibida, el Padre quita de aquel a quien concedió y da para otro, que tendrá mejores condiciones de aprovecharla. Pero en verdad, no es el Padre quien retira lo que había dado, sino es el propio hijo que, por indiferencia, no sabe conservar lo que recibió.

Sin embargo, a pesar de nuestros errores, Dios nos concede siempre nuevas oportunidades de mostrar nuestra buena voluntad y deseo de mejorar. Sin embargo, las oportunidades  serán siempre nuevas y no siempre en las mismas condiciones. 

                                                       Meimei 


(Mensagem recebida por Célia Xavier de Camargo em 7/3/2011.)
 



                                                          
                          



O Consolador
 
Revista Semanal de Divulgación Espirita