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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 3 148 – 7 de Marzo del 2010

 
                                                            
Traducción
ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org

 

El hombre intransigente

 

Había, cierta vez, un hombre poseedor de muchas virtudes que vivía en una pequeña aldea en la falda de una montaña.

Era bondadoso y amigo, servicial y trabajador. Siempre que alguien necesitaba de él, no importaba la hora, él estaba listo para ayudar en lo que fuese preciso.

Poseía, sin embargo un defecto. Era intransigente en su punto de vista y, como sus acciones siempre se pautaban dentro de la mayor rectitud, no admitía fallos y errores en los otros.

Por eso, los habitantes de la pequeña aldea, sus amigos, aunque lo estimaran sinceramente, temían sus críticas y comentarios.

Lo buscaban, ciertamente, al necesitar de ayuda, pero de modo general, mantenían cierta distancia de su convivencia, temerosos de disgustarlo de alguna forma y, al mismo tiempo, no deseando contrariarlo, pues lo amaban fraternalmente.

Esa situación creaba un ambiente de inseguridad y malestar, dificultando la vida en la aldea que, si no fuese por eso, sería tranquila y agradable.

Cierto día, queriendo darle una lección, Dios envió a un niño al encuentro de sus necesidades.

Ese hombre era carpintero. Estaba en su oficina, cuando su nieto, niño experto de siete años, llegó, demostrando deseo de subir a lo alto de la montaña.

Como en aquel momento estaba medio ocupado, y acostumbrado siempre que fuese posible a atender a los caprichos del nieto, él

aceptó la invitación, pensando que realmente él también estaba necesitado de un paseo.

Cerraron la oficina, vistieron ropa caliente, porque en lo alto de la montaña hacía frío, se pusieron una mochila a las espaldas y partieron. El muchachote iba contento, soltando grititos de satisfacción al ver a las mariposas y pajaritos que volaban en medio del bosque.

A medida que ellos subían, el panorama que se desvelaba iba aumentando. En poco tiempo, la aldea parecía un juguete de niño, y las personas y animales, pequeñas hormigas que se movían en el suelo, allá abajo.

El niño tocaba las palmas de alegría al ver el paisaje que se revelaba: el río que serpenteaba de un lado para otro pareciendo un pequeño hilo sinuoso, las personas, los animales, los árboles y las casas.
 

El aire puro producía un bienestar inmenso y el cielo muy azul parecía envolverlos.

Aspirando profundamente el aire limpio de la montaña, que llegaba hasta él con el perfume de las flores, el chico no se contuvo:

— ¡Abuelo, como es todo tan bonito aquí arriba! ¿Por qué es que estando allí abajo vemos todo diferente?

— Justamente por estar próximos de todo. ¿Tú no percibes que a medida que subimos nuestro campo de visión fue aumentando?

— ¡Es verdad! — Respondió el niño pensativo, y continuó — Sabes abuelo, de aquí arriba parece todo tan pequeño y sin importancia allá abajo, que ya ni me molesto más con la pelea que tuve con mi amigo Juan. ¡Parece que está tan lejos!...

Paró de hablar, pensativo, después mirando al abuelo, preguntó:

— ¿Será que es por eso que Dios siempre perdona nuestras faltas? Mamá me dijo el otro día que pelear por cosas pequeñas es propio de almas pequeñas. Que debemos perdonar las faltas de nuestros semejantes como queremos ser perdonados también.

Y mirando para lo alto, al mirar el infinito azul, completó:

— ¡Y creo que Dios, nuestro Padre, está tan alto! Para Él, pienso que somos muy pequeños, ¿no es así abuelo?

Ciertamente aquella era la visión de un niño. Juzgaba a Dios en lo Alto, muy lejos, cuando en verdad el Creador está en todos los lugares, inclusive bien cerca de nosotros, sus hijos.

Sin embargo, el viejo carpintero bajó la cabeza estando de acuerdo. Fue preciso que un niño de apenas siete años le abriese los ojos y le mostrase como él estaba siendo pequeño para con su prójimo.

A partir de ese día, todas las aldeas notaron que el viejo estaba cambiado. Ayudaba a todos, teniendo siempre una palabra de ánimo y de optimismo en los labios.

Nunca más se oyó que censurase a quien quiera que fuese. Cuando él notaba que alguien estaba a punto de cometer un error, llegaba con delicadeza y hablaba de modo que el otro  entendiese lo que él estaba haciendo. Y de tal modo procedía, con tal ternura y espíritu fraterno, que la persona juzgaba ser ella misma la que descubría el fallo.  

                                                                  
 
                                                                   Tía Célia 


 



O Consolador
 
Revista Semanal de Divulgación Espirita