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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 3 106 – 10 de Mayo del 2009

 
                                                            
Traducción
ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org


Aprendiendo a ser madre

 

Victoria era una niña buena, inteligente y creativa. Aun  era nerviosa y no aceptaba cuando le impedían hacer alguna cosa.

La madre, preocupada por su seguridad y bienestar, le alertaba:

- Victoria, no toques los fósforos. Tú te puedes quemar.

Y la niña respondía:

- No voy a quemarme, mamá. ¡Tengo seis años y ya soy grande!

La madre lo encontraba gracioso, abrazaba a la hija con amor, y guardaba la caja de fósforo en lo alto del armario, donde la pequeña no podía llegar.

Y así ocurría siempre. Cuando Victoria jugaba a las casitas con las amigas, la madre tenía que estar siempre atenta para que no se golpease. Ahora era un cuchillo que la niña cogía para hacer comiditas, ahora era la plancha que ella enchufaba para planchar la ropa; otras veces, subía en una gran manguera que había en el jardín para coger la manguera y así siempre. La madre no podía “descansar” un minuto.   

Y Victoria protestaba, golpeando el pie, indignada:

- ¡Mamá! Sé lo que estoy haciendo. ¡Ya soy grande!

La madre la cogía en los brazos y explicaba con cariño:

- Hija mía, tú aun tienes mucho que aprender. Cuando tú naciste en nuestro hogar, Dios me hizo responsable por tu vida. Mi tarea es cuidar, educar y protegerte, de modo que nada malo ocurra. Como las madres de tus amiguitas permitieron que ellas viniesen a jugar aquí a la casa, tengo que cuidar de ellas también. ¿Entiendes?

- Entendí, mamá.

- Bien. Mamá no quiere hacerlo por mal y no quiere ser quita placeres. Cuando tú crezcas y tengas hijos vas a entenderlo mejor. ¡Ahora, ve a jugar!

No obstante todo continuaba como antes.

Cierto día, Victoria fue con su madre a hacer compras. A la vuelta, un cachorrito de la calle las siguió. Tenía el pelo corto, blanco con manchas marrones. Parecía abandonado. 

Victoria estaba encantada. Adoraba a los perros. ¡Y aquel era tan pequeño y desprotegido!

- Mamá, ¿podemos llevarlo para casa?

- No, Victoria. El tiene dueño.

- Fue  abandonado,  mamá.  Estoy

segura. Vamos a llevarlo.  

La madre se negaba y la niña insistía. Charlaban paradas frente a una panadería. El dueño, un simpático portugués, entro en medio de la conversación.

- Quiero que me disculpe, señora, pero realmente ese perrito no tiene dueño. Viene siempre por aquí porque acostumbro a darle un plato de leche.

Victoria, con los ojos brillando y una sonrisa radiante, con las manos juntas, suplicó:

- Ves, mamá, ¿no te lo dije? ¡Por favor! Vamos a llevarlo para nuestra casa. ¡El tendrá un hogar!

Delante de tanta insistencia, la madre acabó estando de acuerdo.

- Está bien, Victoria. Con una condición. Que tú te responsabilices de cuidar de el: darle la comida, agua, un baño y todo lo demás.

La niña estuvo de acuerdo. Cogiendo al perrito en los brazos, lo acarició y dijo:

- Vamos, Bilu. Seré tu madre y cuidaré de ti.

De ese día en adelante, Victoria sólo pensaba en el animalito. Cuidaba de el con mucho amor. Cuando ella iba a la escuela, el quería acompañarla; cuando ella volvía, el la esperaba en el portal, y la primera cosa que la niña hacía era abrazarlo. Pero ella reconocía que Bilu daba trabajo y estaba siempre cuidando de el, vigilando:

- ¡Bilu, no subas al muro! ¡No comas porquería del suelo! ¡No vayas para la calle, un coche puede cogerte! – Y así siempre.

Cuando acababa el día, ella estaba cansada, pero feliz, por tenerlo a su lado.

En la víspera del Día de las Madres, madre e hija estaban sentadas en el jardín observando a Bilu que corría, ladrando feliz, detrás de una mariposa. Victoria miró para la madre y dijo.

- ¡Mamá! Tú me dijiste que yo sólo entendería el trabajo que doy cuando creciese y tuviese un hijo. No necesité crecer para eso. Bilu ya me da mucho trabajo y preocupación. ¡Es como si fuese mi hijo!

La madre sonrió encontrando gracioso el modo serio de la hija. Victoria también e intercambiaron un grande y cariñoso abrazo, mientras la niña exclamaba:

- ¡FELIZ DÍA DE LAS MADRES, mamá! Aun no compré tu regalo.

La madre suspiró, satisfecha, entendiendo que Dios sabe lo que hace y que da a cada uno, en la vida, las experiencias que necesita para aprender y madurar. Su hijita estaba creciendo y volviéndose mejor.

- No necesitas comprar nada, hija mía. Tú ya me diste el mejor regalo que yo podría desear: ¡Tú!

                                                                  Tía Célia 

 
 



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Revista Semanal de Divulgación Espirita