Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

¡Nuevo hijo, nuevo hermano!


Carlos estaba en la preadolescencia, edad en que la rebeldía y la irritación eran constantes. Se quejaba de todo y nunca estaba contento con nada. Protestaba por la familia, el colegio, la comida, la ropa, la casa, los amigos.

Por esa razón, las personas comenzaban a alejarse de él, pues no había quien quisiera a alguien que estaba siempre malhumorado.

Un día, estaba particularmente desagradable. Se había peleado con su hermanita, rompiéndole un juguete y pegándole al perro.

La mamá lo reprendió con cariño, diciendo:

- Hijo mío, para vivir bien con las personas, es necesario que aprendamos a amar y respetar a todos los que viven con nosotros y a todo lo que nos rodea. Todos nosotros te amamos, pero nadie está obligado a aguantar tu constante mal humor. ¿Qué está pasando? ¡Tienes todo y siempre estás aburrido! Deja de ser tan egoísta. Hay gente que tiene mucho menos que tú y no reclama. ¡Piensa en eso!

Carlos, rojo de ira, y más irritado todavía con las palabas de su mamá, se alejó murmurando:

- ¡Nadie me entiende en esta casa! ¡Todo es culpa mía!

Atravesó el jardín para salir; al abrir el portón, se detuvo al ver a un niño de la calle.

En otra ocasión, habría ahuyentado al niño. Contra su voluntad, sin embargo, se quedó pensativo. Las palabras de su mamá continuaban sonando en sus oídos. Sabía que ella tenía razón. Sentía a sus amigos distantes, evitando acercarse a él; la hermanita, que siempre lo estimaba, ahora lo miraba temerosa.

- Tengo hambre. ¿Tiene pan viejo? – preguntó el niño con mirada triste.

Las palabras del niño lo tocaron profundo. Debe ser duro sentir hambre – pensó.

Con el corazón más ablandado, Carlos entró corriendo y volvió enseguida con un vaso de leche y un sándwich que él mismo había preparado.

Mientras el niño comía, se sentó cerca de él en la vereda, y se puso a conversar.

- Mi nombre es Carlos. ¿Y el tuyo? – preguntó.

- Pedro.

- ¿Y dónde vives, Pedro? – preguntó.

- Vivo en un barrio muy alejado, con unas personas que me acogieron. No tengo familia – dijo el niño, bajando la cabeza, tristón.

Al ver a Pedro que lamentaba no tener familia, Carlos respondió, sin pensar:

- Te envidio, Pedro. ¡Tener familia es muy aburrido! Especialmente mamá, que te regaña siempre. ¡Me encantaría vivir solo!

El niño levantó la cabeza y Carlos se dio cuenta de que sus ojos estaban llenos de lágrimas.

- Tú no sabes lo que es vivir solo, Carlos. No tener una casa, no tener familia, no tener papá ni mamá; no tener a alguien que te dé cariño, que te oriente, incluso que te regañe. Alguien con quien puedas conversar, hablar de tus problemas, de tus dudas. Alguien que, cuando estés enfermo, te dé la medicina y se quede a tu lado. Tú no sabes lo que es estar solo. Especialmente, sin tener una mamá.

Carlos se dio cuenta de que se había equivocado y, avergonzado, estuvo de acuerdo:

- Tienes razón, Pedro. Hablé sin pensar. Pero, ¿y la familia que te acogió? ¿No es buena?

- Es muy buena, Mira, no conocí a mi papá, y cuando mi mamá se enfermó y murió, esa familia me socorrió. Entonces, no quiero ser ingrato, les debo mucho. A pesar de ser extremadamente pobres, me ayudaron cuando más lo necesité. Pero no es lo mismo. Extraño a “mi mamá”, ¿entiendes?

Entiendo.

En ese momento Carlos sintió la importancia de tener una familia, de tener una madre. Su corazón se llenó de un sentimiento nuevo que brotaba desde lo más íntimo de su ser y de lo cual nunca se había dado cuenta, preocupado consigo mismo: el AMOR.

Los dos niños no se daban cuenta que, ahí mismo, abrazándolos con amor, estaba la mamita de Pedro, desencarnada.

En la mente de Carlos brotaba una idea. Una inmensa compasión por Pedro hizo que lo invitara a entrar.

- Ven. Quiero que conozcas a mi mamá.

Entraron. Carlos presentó a Pedro a la mamá. Estaba tan diferente, emocionado, que ella se dio cuenta pronto de que algo había pasado con su hijo.

- Bienvenido, Pedro. Pero, ¿qué pasó, hijo mío?

- ¡MamáSé que el Día de la Madre se acerca y acostumbro a darte un regalo. ¿Aceptarías cualquier regalo que te diera?

- ¡Claro, hijo mío! Pero no necesito regalos. ¡Los tengo a ustedes!

- Pero yo quiero darte un regalo, mamá.

- Sea lo que fuera, lo acepto con placer, hijo mío.

Acercándose a Pedro, que escuchaba la conversación sin entender nada, Carlos colocó el brazo en sus hombros y, con los ojos húmedos, habló:

- ¿Aceptas un nuevo hijo, mamá? ¡De paso, tendré otro hermano!

- Pero... ¿y la familia de Pedro, hijo mío?

Carlos contó a su mamá la situación de su nuevo amigo, pero ella, aún con dudas, cuestionó:

- Pedro, ¿y esa familia con la que vives? ¡Son tus amigos! ¿No se pondrán tristes sin ti?

Sorprendido y encantado con la idea de Carlos, sin poder creer en esa felicidad, respondió:

- No, señora. Sí son mis amigos, me agradan y siempre les estaré agradecidos. Me ayudaron en un momento de necesidad, cuando mi mamá murió y me quedé solo. Pero creo que para ellos sería un alivio no tener una boca más para alimentar. Sabe cómo es, ¡la vida es tan difícil!

- ¿Y te gustaría venir a vivir con nosotros? ¡Bien, parece que Carlitos no pidió tu opinión y necesitamos saber lo que tú realmente deseas!

El niño sonrió, emocionado:

- ¡Estaría muy feliz de tener una nueva familia!

También conmovida con la situación de Pedro, la mamá no tuvo más dudas. Corrió hacia ellos, abrazándolos, emocionada, diciéndole a su hijo:

- Carlos, tu padre y yo siempre quisimos adoptar un hijo más, pero teníamos miedo de tu reacción. Tu papá y tu hermanita también se pondrán muy felices.

Después, dirigiéndose a Pedro, completó:

- Bienvenido, hijo mío, a tu nuevo hogar.

Y ese día la alegría volvió a esa casa, con las bendiciones de Dios.

Carlos se volvió un jovencito más comprensivo, con buen humor y feliz, porque había dejado de pensar solo en sí mismo, extendiendo amor a otro más necesitado.

Algunos días después, reunidos para almorzar, la familia actual y la que había ayudado a Pedro, conmemoraron el Día de la Madre en conjunto, como si todos fueran parte de una misma familia.

Allí, junto a ellos, radiante de alegría, estaba la mamá de Pedro, que envolvió a todos con infinito amor y gratitud. 
 


TIA CÉLIA

 

Traducción:


Carmen Morante - carmen.morante9512@gmail.com

 

 

     
     

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 Revista Semanal de Divulgação Espírita