Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

El recién nacido


En una región muy distante, vivía un hombre muy pobre. Un día, andando por el bosque buscando leña para vender, al borde del camino encontró una cesta y, dentro de ésta, vio un niño.

Oyó el llanto débil del recién nacido, que estaba cuidadosamente envuelto en una manta y, lleno de compasión, cogió al pequeñito, acunándolo en su pecho.

De corazón generoso, inmediatamente decidió llevarlo a su casa. Le preocupaba, sin embargo, la pobreza extrema en la que él vivía. ¿Cómo cuidar al bebé y proveer sus necesidades, él, a quien muchas veces le faltaba qué comer? ¿Quién sabe alguien con más recursos, que pasara por ese camino, podría quedarse con él y darle una vida mejor?

Pero, al escuchar los lamentos del niño que lo miraba con ojitos vivos, comentó en voz alta:

- No puedo abandonarlo aquí expuesto a los peligros. ¡Dios me va a ayudar! Además, siempre quise tener un hijo. Mejor dividir con este niño mi pobreza que dejarlo entregado a un destino incierto.

Como si entendiera la decisión que el leñador había tomado, el recién nacido se calmó y durmió tranquilo.

Llegando a su casa, el hombre abrió la puerta y dijo:

- ¡Mujer, mira lo que traje!

La esposa, curiosa, se acercó y abrió el bulto que el marido traía en los brazos. El recién nacido dormía serenamente, y su corazón se enterneció. Llena de alegría, exclamó:

- ¡El hijo que siempre quisimos tener! ¡Dios escuchó nuestras oraciones!

Al mismo tiempo, consciente de la miseria en la que vivía, preguntó, afligida:

- Pero ¿cómo vamos a cuidar al bebé, Juan? ¡No tenemos comida ni para nosotros! ¡Y un niño necesita cuidados especiales!

Confiado, el marido respondió:

- No te aflijas, Ana. Si el Señor nos mandó este bebé, de seguro nos dará los medios para sostenerlo.

Era un niño y le dieron el nombre de Bienvenido.

A partir de ese día, todo cambió. La casa, antes triste y sin vida, se volvió alegre y llena de risas. Juan, con más estímulo para trabajar, ahora no se limitaba a buscar leña en el bosque para vender. Buscaba otras fuentes de ingresos.

Sabiendo del niño, un agricultor de las cercanías les vendió una cabra a un precio accesible que Juan podría pagar como pudiera. Así estaba garantizada la leche del bebé.

La vida estaba cambiando. Pero eso no bastaba. ¿Qué más podría hacer?

Juan, en el zaguán de la puerta de su casa, miraba el terreno que se extendía  frente a él y pensó que podría cultivarlo. Así, tendrían verduras, legumbres y tal vez algunas frutas. No lo pensó dos veces. El hombre que les había vendido la cabra les consiguió también semillas e injertos diversos, satisfecho por verlo interesado en el trabajo.

Juan cogió el machete y derrumbó algunos árboles, limpiando el terreno. Después, hizo canteros y puso las semillas en el suelo. Plantó los injertos y cuidó de ellos con mucho amor. Pronto, todo estaba diferente. A medida que Bienvenido crecía, fuerte y saludable, las plantas igualmente se desarrollaban en la tierra fértil.

En poco tiempo, en el terreno, antes sin cultivos y abandonado, las legumbres y las verduras surgían, encantando la vida y trayendo riquezas. Los árboles frutales pronto comenzaron a producir: ahora tenían plátanos, naranjas, manzanas, mangos y limones por doquier.

Como la producción era grande, además de tener alimentos, Juan pasó a vender las frutas, las legumbres y las verduras excedentes.

Con el corazón alegre por las nuevas funciones como madre, transformando su casa en un hogar, Ana pasó a cuidar con más cariño la morada, siguiendo el ejemplo del marido, plantando un jardín y cultivando flores que embellecían y perfumaban el ambiente.

Bienvenido crecía aprendiendo a trabajar con el padre. Era un niño vivaz e inteligente. Todavía pequeño, Juan le contó cómo lo había encontrado abandonado y la satisfacción de traerlo a casa, afirmando siempre:

- Tu eres nuestro hijo muy querido. Fue Dios quien te mandó a nosotros.

El tiempo pasó. Bienvenido comenzó a frecuentar la escuela en la aldea. Juan y Ana insistían firmemente en que su hijo no sería un analfabeto como ellos. 

Pero, a pesar de que se consideraban ignorantes, supieron dar al niño nociones realmente importantes para su vida, como el amor a Dios y el Evangelio de Jesús. Y él creció sabiendo valorar la honestidad, el trabajo, el respeto al prójimo, el perdón de las ofensas y, por encima de todo, el bien.

Ya joven, Bienvenido se fue a vivir a una ciudad grande para continuar sus estudios. Terminando el curso, con gran satisfacción de sus padres, regresó a casa y dijo, emocionado:

- Papá, no sé cómo agradecerles todo lo que hicieron por mí. Siendo un niño abandonado, podía haber muerto de hambre y de frío, pero gracias a su bondad vine a esta casa como el hijo que tanto ha recibido de ambos. Todo lo que soy hoy se lo debo a ustedes. ¡Muchas gracias!

Enjugando las lágrimas, Bienvenido miró a su padre, ya viejito y encorvado, abrazándolo con profundo amor. Conmovido, Juan cogió al hijo de la mano y lo llevó fuera de la casa, donde se vislumbraba un lindo panorama: muy cerca, el jardín lleno de flores coloridas y perfumadas; un poco más lejos, del lado izquierdo, los árboles del pomar, cargados de frutos. Del lado derecho, hasta perder la vista, la huerta, donde las verduras y las legumbres producían abundantemente.

- ¿Estás viendo todo eso, hijo mío?

- Si, padre mío. Es una imagen que no me canso de admirar. ¡Qué bonita es nuestra propiedad!

- Pues bien. Nada de esto existía antes de que tú llegaras acá. Tu madre y yo, viejos y cansados de la vida, no teníamos disposición para luchar. Hasta pasamos hambre.

Hizo una pausa, se limpió una lágrima, y prosiguió:

- Cuando tú llegaste, hijo mío, nos llenó de esperanza y de nuevos ánimos. Necesitábamos alimentarte, vestirte, cuidarte. Para eso, tuve que trabajar mucho. Pero el resultado ahí está.

Abrazando a su hijo con inmenso cariño y justo orgullo, señaló las tierras cultivadas:

- Entonces, ¡te debemos a ti todo esto! Y todavía te debo más. ¡Te debo a ti, hijo mío, la oportunidad y la bendición de ser llamado PADRE!

La mamá, que lloraba conmovida, se acercó también y permanecieron abrazados por largo tiempo. 

 

Tía Célia

 

  

 

Traducción:
Carmen Morante
carmen.morante9512@gmail.com

 

 

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita