Especial

por Felinto Elízio Duarte Campelo

La maledicencia

En un trabajo anterior, destacamos algunos de los mayores enemigos del hombre. Fueron apuntados el MIEDO, a CÓLERA, la DUREZA, la VANIDAD y la MALEDICENCIA como cinco de los peores enemigos que existen dentro de nosotros mismos.

El MIEDO, ausencia de confianza en nuestra propia potencialidad y falta de fe en Dios, nos perjudica directamente por sentir aniquiladas las fuerzas y la capacidad de resistir a los contratiempos de la existencia. Indirectamente, puede alcanzar nuestro prójimo si, por cobardía, dejamos de socorrerlo en situaciones difíciles, sea con una noble acción, con un posicionamiento definido, o hasta con una simple palabra fraternal de orientación, de ánimo, de esperanza.

La CÓLERA, sinónimo de rabia, de ira, de furia, es un vigoroso tóxico que compromete los órganos vitales, las funciones físicas y mentales; es una manifestación de desequilibrio emocional dañina para nosotros mismos. Si, se excediese, rebentando las compuertas del autodomínio, llega a herir a los que nos cercan.

La DUREZA, cualidad que hace nuestros corazones impermeables a los buenos sentimientos, embrutece impidiéndonos de ver el lado bello de las cosas y de la vida; es dificultad que imponemos a nuestro progreso  espiritual  y,  cuando  juzgamos  las faltas ajenas con exceso de severidad y rigor, nuestros hermanos de camino son ofendidos.

La VANIDAD, enfermedad de las almas no preparadas para la realidad de la vida, nos hace ignorar nuestras más degradantes deformidades morales llevándonos al delirio de creernos los aureolados por virtudes no poseídas; es, a buen seguro, un obstáculo al perfeccionamiento, un estorbo a la evolución del espíritu. Si ocurriese, sin embargo, una explosión de vanidad, a veces asociada al egoísmo y a la ambición, que supere los límites de la conciencia, ahí, sí, se hará perniciosa a nuestros semejantes.

Como vimos, esos cuatros adversarios de la perfección abrigados en el alma son primeramente nocivos a nosotros mismo y, ocasionalmente, heridas a terceros

LA MALEDICENCIA, casi siempre revestida de falsa ingenuidad, además de los desajustes emocionales que promueve, transforma al maledicente en un individuo disimulado, sórdido. Al contrario de las otras transgresiones ya comentadas, ofende directamente y de inmediato la persona apuntada; invariablemente, alcanza de lleno a las criaturas observadas provocando malestar que van de simple sinsabores los escabrosos escándalos y hasta crímenes hediondos. La maledicencia envuelve en sus mallas a una persona, una familia, una agrupación o aún una organización instituida, siendo capaz de destruir la reputación y la dignidad de sus indefensas víctimas.

Era nuestro pensamiento, a título de ejemplo, exponer un caso, verídico o fictício, que mostrara la maledicencia y sus tristes consecuencias.    

Tropezamos en nuestras profundas dificultades. Nos falta la imaginación y la imaginación de cronista. La solución encontrada fue una vez más buscar en Humberto de Campos el precioso recurso para resolver nuestra dificultad. Así, del libro “Estantería de la Vida” dictado bajo el pseudónimo de Hermano X al médium Francisco Cándido Xavier, cogimos la historia “EL ENREDO” que contaremos a nuestro modo:

En el autobús que las llevaba de vuelta a la casa, Dulce conversaba animadamente con su amiga Cecília la confidencia de serle imposible a alguien imaginar su amor por Dionísio. Como Cecília indagó a la amiga sí ella quería a Dionísio tanto como el marido, Dulce consideró no llegar a tanto,  pero confesaba no conseguir pasar sin los de los.

Cecília admitía que eso era cosa de pareja sin hijos y Dulce hasta aceptaba el comentario de la compañera, sin embargo no estaba de acuerdo que su afecto por Dionísio fuera tachado de extraño o inadmisible. Tampoco estaba de acuerdo con Cecília cuando ella insistía en decir que ese apego era una verdadera psicosis.

Dulce y Cecília, tan entretidas en la conversación, no notaron que Doña Lequinha, vecina de ambas, estaba sentada cerca, com el oído atento, sin perder una sólo palabra. De sus respectivas paradas de autobuses, cada una volvió despreocupada al hogar del suburbio. Doña Lequinha, sin embargo, al llegar a casa dio alas a su imaginación, comenzó a fantasear. Se acordaba ahora de haber visto a Dulce en la parada del autobús, en compañía de un joven de buena apariencia que le prometia telefonear al día siguiente y le recomendaba tranquilidad y confianza.

Con la cabeza hirviendo, husmeaba grandes novedades en el aire, aguardó al esposo, compañero de trabajo del marido de Dulce. En la mesa, durante la cena, Doña Lequinha destiló veneno. Afirmaba categóricamente al compañero que  Dulce, con toda aquella cara de santa, estaba de aventuras amorosas. Había visto con sus ojos a un joven que la siguió con aires de enamorado. La propia burlada en el autobús confesó a Doña Cecília no conseguir vivir sin el marido y sin el otro. ¡Aquella desvergonzada joven mujer iría a escandalizar el barrio, una calamidade!

El marido de Doña Lequinha, compañero del supuesto esposo traicionado, sin poder ocultar el asombro, creyó que el amigo Julio necesitaba saber todo. Al día siguiente, por la mañana, los dos amigos conversaron en tono sigiloso. El marido de Doña Lequinha desahogaba toda su indignación en nombre del compañerismo hace largo tiempo cultivado por ellos. A pesar del malestar, fue leal. Contó todo, todo. El nombre de Julio era demasiado para ser desconsiderado.

El esposo de Dulce oyó toda la denuncia hecha en interminables cuchicheos como si un largo puñal entrara lentamente en su pecho. Trémulo y pálido, lo agradeció. Pidió permiso al jefe para alejarse por algunas horas. Quería ir al encuentro de la esposa, saber lo que había de verdadero en aquella denuncia, aconsejarla si fuera el caso.

Angustiado, entró en la sala de su casa, pero de repente paró. Despreocupadamente hablando por teléfono, en el cuarto de dormir, Dulce sostenía una animada conversación y alegremente afirmaba: “No hay problema”, “Hoy mismo”, “A las tres horas”... “Mi marido no puede saberlo”...

Julio, cual perro espantado, reculó. Muy excitado volvió a la calle, llamó al taller avisando que necesitaba retrasarse. Más tarde, de vuelta a la casa, intentó almorzar en compañía de la mujer, que no consiguió hacerlo sonreír.

Volvió a salir. Vagó por las calles próximas rumiando un dolor solamente conocido por grandes sufridores. Andaba al azar, cabizbajo, martirizado por la idea de una traición, dejándose consumir en el fuego encendido en su corazón.

Pocos minutos después de las tres de la tarde, entró soterradamente en casa...  Afligido, entreabrió despacito la puerta del cuarto y vio con profundo pesar a un muchacho en mangas de camisa, echado sobre su propio lecho. Con la mente ya envenenada, concibió la peor interpretación. Tocó en retirada absolutamente descontrolado. Por la noche, fue encontrado muerto en un pequeño almacén de los hondos. Incapaz de soportar el dolor y la desconsideración, aquel pobre obrero se ahorcó.

Sólo entonces, impresionada y conmovida con el incontido y desalentado llanto de Dulce, la vecindad pudo estirar el hilo del enredo de la fatídica ocurrencia y esclarecer el lío livianamente enredado. Dionísio era sólo el bello gatito de angora que la desolada señora criaba con estimación exagerada; el joven que la había seguido hasta el punto del autobús era el médico veterinario responsable por el tratamiento del animal enfermo; la llamada era la confirmación de la entrega de un colchón de muelles que Dulce había pedido para una afectuosa sorpresa al marido; el muchacho visto en el cuarto era, ni más ni menos, el empleado de la tienda de muebles que venía a traer el colchón.

La tragédia, com todo, estaba consumada y Doña Lequinha, delante del suicida expuesto a la vista, comentó en voz baja para la amiga de al lado:

- ¡Qué hombre precipitado!... ¡Morir por una tontería!  ¡La gente habla ciertas cosas, sólo por hablar!...

Rememorando esa crónica ofrecida por la fulgurante inteligencia del hermano Humberto de Campos, quedándonos pensativos y preocupados a indagar: ¡¿Cuántos dolores, cuántos dramas causados por comentarios maliciosos?! ¡¿Cuántas dudas y desconfianzas generadas por palabras mal dirigidas, cargadas de malicia y celos?!

La maledicencia es, creemos, una de las grandes responsables por el inferior estado evolutivo en que la humanidad aún se arrastra; ella está presente en todos nosotros siempre que rebatimos en el mismo nivel de desequilibrio emocional las ofensas, injurias o difamaciones sufridas; ella coabita en nuestro mundo interior cuando hacemos alusiones desairadas a nuestros hermanos; está infiltrada en la mente y en el corazón del hombre porque este aún no se cristianizó. Tan solamente aceptó a Cristo, recibió a Cristo, pero no vive Jesús en su grandeza y bondad, no asimiló la sublime doctrina de amor del divino Cordero de Dios.

La maledicencia existe latente o manifiesta en todos nosotros. Para evitarla, necesitamos contener la lengua midiendo los conceptos emitidos acerca de cosas o personas. Meditemos en lo que la lengua puede provocar, analizando las sabias palabras de André Luiz ofrecidas en el mensaje “La Lengua”, en su libro “Apuntes de la Vida”, recibido por la bendecida mediumnidad de Francisco Cándido Xavier:

“No obstante pequeña y ligera, la lengua es, indudablemente, uno de los factores determinantes en el destino de las criaturas.

PONDERADA – favorece el juicio.

LIVIANA – desvela la imprudencia.

ALEGRE – esparce óptimismo.

TRISTE – siembra desánimo.

GENEROSA – abre camino a la elevación.

MALEDICENTE – cava despeñaderos.

GENTIL – provoca el reconocimiento.

ATREVIDA – atrae el resentimiento.

SERENA – produce calma.

FERVIENTE-impone confianza.

DESCREIDA – invoca frialdad.

BONDADOSA – auxilia siempre.

SIN CARIDAD – hiere sin percibirlo.

SABIA – enseña.

IGNORANTE – complica.

NOBLE – crea el respeto.

SARCÁSTICA – improvisa el desprecio.

EDUCADA – auxilia a todos.

INCONSCIENTE – genera desequilibrio.

Por eso mismo, exortava Jesús.

- No busques la paja en los ojos de tu hermano, cuando traes una viga en los tuyos.

La lengua es la brújula de nuestra alma, mientras nos demoramos en la Tierra.

Conduzcámosla, en el camino del mundo, para la orientación del Señor, porque, en verdad, ella es la fuerza que abre las puertas de nuestro corazón a las fuentes de la vida o a las corrientes de la perturbación y de la muerte”.

Son grandes nuestros errores, muchas nuestras imperfecciones, sin límite nuestra inferioridad. ¿Cómo corregirlos? ¿Cómo sofocar no sólo los cinco reales enemigos aquí referidos, sin embargo todos los fallos que interrumpen el camino rumbo al bien, al infinito?

La solución está en el Evangelio del Señor, maravilloso código de moral y de ética que necesita ser estudiado, interpretado, entendido, seguido y finalmente cumplido.

En Mateo, capítulo XXVI, versículo 41, encontramos prescrito el remedio que nos cura de todas las maldades espirituales, el tónico de la vida que nos da energías necesarias al equilibrio físico-mental-espiritual: “Vigilad y orad, para que no entréis en tentación”.    

Vigilar es imperioso. Vigilar en el sentido de estar en estado de alerta para no dejarnos abatir por el miedo que entorpece el alma, haciéndonos valientes obreros del bien.

Vigilar en el sentido de contener, en tiempo, las explosiones de cólera que nos desarmonizan e inducen al crimen, haciéndonos ordenados trabajadores de la Siembra.

Vigilar en el sentido de eliminar la dureza que nos embrutece, conservándonos blandos y pacíficos servidores del Señor.

Vigilar en el sentido de extirpar de nuestros espíritus la milenária vanidad que nos avasalla, transformándonos en humildes legionários de la causa Cristiana.

Vigilar en el sentido de hacer desaparecer de nosotros la vieja tendencia para la maledicencia que agrede, hiere y corrompe, dejándonos en condición de usar la lengua como instrumento de trabajo noble.

Vigilar en el sentido de evitar la convivencia con cualquier tipo de imperfección que mancha y nos hace más pecadores para, un día, reflejar victoriosos el brillo de los espíritus purificados.

Vigilar en el sentido de no descuidarnos de los deberes para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos, rescatando con el tributo del sudor del rostro las deudas contraídas en nuestro pasado culpable, como también los débitos asumidos en el actual camino terreno.

Vigilar para que no dejemos la cizaña germinar y florecer junto al trigo sembrado pacientemente por Jesús, a través de los tiempos, en los surcos de nuestros corazones.

Orar es imprescindible e improrrogable. Orar con pureza de alma es tejer hilos luminosos que nos conectan a la espiritualidad superior y por donde descienden eflúvios revigorizantes para soportar con fortaleza y resignación los reveses de la vida.

Orar con fe y humildad pidiendo amparo, ayuda, orientación y las fuerzas indispensables para no vacilar en nuestra vigilancia.

Orar compadecidamente por todos los sufridores y necesitados, carentes del alimento material y del pan espiritual; por todos los afligidos y desalentados, a veces sin cuenta olvidados y despreciados, que reclaman una palabra de bienestar y de esperanza; por todos los que deambulan por las vías públicas curtiendo soledad y frío, sin un hogar, sin un abrigo; por todos los perseguidos y perseguidores,  desgraciados, que hasta ahora no conocen la ley del perdón; por todos los que se encuentran enfermos, gimiendo y llorando, en lechos de hospitales a la espera de un alivio, de una visita, de un consuelo; por todos aquellos esposados a la adicción de la embriaguez o prendidos al dominio de las drogas, ansiando por un elixir milagroso que nos salven de las telas del infortunio.

Orar con sentimiento de fraternidad por todos los ricos de bienes materiales para que, tocados por la mirada del tierno Nazareno, no guarden consigo orgullo, ambición, usura y sepan proporcionar a los menos afortunados un poco de lo mucho que poseen y ofrecerles oportunidad de crecimiento por medio de un trabajo honesto.

Orar con sinceridad de propósito por todos los que detentan en sus manos las riendas del poder para que tengan sus conciencias iluminadas por la claridad de lo Alto y se manténgan, así, exentos de prepotencia y prejuicio dirigiendo sus subordinados con sentido de justicia y equidad.

 

Traducción:

Isabel Porras - isabelporras1@gmail.com

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita