Especial

por Martha Capelotto

La crisis moral

Primeramente, quiero dejar registrado que parte de este texto fue extraído de una de las obras de Léon Denis, titulada Después de la Muerte. Claro, una síntesis bien apretada del capítulo, ya que el autor se extiende en muchas consideraciones filosóficas y sería imposible discurrir sobre todas.

Cuando pretendemos hablar sobre moral, es necesario examinar cuáles son los efectos que una doctrina filosófica produce sobre la vida social. Y vamos a hablar de dos, el Materialismo y el Positivismo.

Bajo ese punto de vista, las teorías materialistas, basadas sobre el fatalismo, son incapaces de servir de incentivo a la vida moral, de sanción a las leyes de la conciencia. La idea, enteramente mecánica, que dan al mundo y a la vida, destruye la noción de libertad y, por consiguiente, la de responsabilidad. Hacen de la lucha por la vida una ley implacable, por la cual los débiles deben sucumbir a los golpes de los fuertes, una ley que expulsa para siempre de la Tierra el reinado de la paz, de la solidariedad y de la fraternidad humana.

Sin duda, hay materialistas honestos y ateos virtuosos, pero esto no se da en virtud de la aplicación rigurosa de sus convicciones. Si son así, es a pesar de sus opiniones y no por causa de ellas; es por un impulso secreto de su naturaleza, es porque su conciencia supo resistir a todos los sofismas.

Con la convicción de que nada más hay más allá de la vida presente, y que no existe otra justicia superior a la de los hombres, cada cual puede decir: ¿Para que luchar y sufrir? ¿Para qué la piedad, el coraje, la rectitud? ¿Por qué nos obligamos y domamos nuestros apetitos y deseos?

Si la Humanidad está abandonada a sí misma, si en ninguna parte existe un poder inteligente y equitativo que la juzgue, la guie y sustente, ¿qué socorro puede ella esperar? ¿Que auxilio le voverá más leve el peso de sus pruebas?

Si no hay en el Universo razón, justicia, amor, ni otra cosa más allá de la fuerza ciega prendiendo a los seres y los mundos al yugo de una fatalidad, sin pensamiento, sin alma, sin conciencia, entonces, el ideal, el bien, la belleza moral son otras tantas ilusiones y mentiras. No es más ahí, sin embargo, en la realidad bruta; no es más en el deber, pero sí en el goce, que el hombre precisa ver el blanco de la vida, y, para realizarlo, cumple pasar por encima de toda la sentimentalidad vana.

Si venimos de la nada para volver a la nada, si la misma suerte espera al criminal y al hombre dedicado; si, conforme las combinaciones del acaso, unos deben ser exclusivamente volcados al trabajo, y otros a las honras; entonces, la esperanza es una utopía, ya que no hay consuelo para los afligidos, justicia para las víctimas de la suerte.

Pero, el pensamiento y la razón levantan estremecidas y protestan contra esas doctrinas de desolación, afirmando que el hombre lucha, trabaja y sufre, no, sin embargo, para acabar en la nada; diciendo que la materia no es todo, que hay leyes superiores a ella, leyes de orden y armonía, y que el Universo no es solamente un mecanismo consciente.

El Positivismo, a su vez, apartando cualquier estudio metafísico (metafísica es una palabra griega y que significa “lo que está para más allá de la física”... el fundamento común de todo lo que existe, el alma, Dios, la finalidad de la existencia y el ser en cuanto ser, por ejemplo, son objetos de estudio de la metafísica), apartando cualquier investigación de las causas primeras, ella establece que el hombre nada puede saber del principio de las cosas; que, por consiguiente, es superfluo el estudio del mundo y de la vida.

El Positivismo está en la imposibilidad de ofrecer a la conciencia una base moral. En este mundo, el hombre no tiene sólo derechos a ejercer, tiene también deberes que cumplir, siendo la condición ineludible de cualquier orden social.

Para cumplir los deberes, cumple conocerlos, y, ¿cómo poseer esos conocimientos sin indagar el blanco de la vida, de los órigenes y de los fines del ser? ¿Cómo conformarnos con la regla de las coisas, si a nosotros mismos nos excluyen explorar el dominio del mundo moral y los estudios de los hechos de la conciencia?

Hechas esas consideraciones, vamos a adentrar en el asunto propiamente dicho, la Crisis Moral.

Muchas conquistas se operarán en las más diversas áreas, sin embargo, lamentablemente, mucho descuido es el progreso moral.

Nuestros males, a pesar del progreso de la ciencia y del desenvolvimiento de la instrucción, residen en el hecho de el hombre ignorarse a sí mismo.

¿Cómo saldría la Humanidad de ese estado de crisis?

Para eso sólo hay un medio: encontrar el camino de la conciliación donde esas dos fuerzas enemigas, el Sentimiento y la Razón, puedan unirse para el bien y salvación de todos. Todo ser humano tiene en sí esas dos fuerzas, bajo cuyo imperio piensa y procede.

Para terminar ese conflicto es necesario que la luz se haga a los ojos de todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres, mujeres y niños; es preciso que una nueva enseñanza popular vega a esclarecer las almas en cuanto a su origen,  sus deberes y destinos.

Y en ese punto, surge la Doctrina de los Espíritus como una luz para clarear las sombras, para redimir a los ímpios, para esclarecer a los ignorantes, para liberar a la criatura humana de toda sus amarras.

Con ella, sabemos de dónde venimos, sabemos que tendremos una continuación, pues nos revela la inmortalidad del alma, hace que accionemos de lo íntimo de nuestras almas fatigadas, las Leyes Divinas y Universales que aguardan que las observemos; sus principios aprendidos, hacen despertar el sentimiento de moralidad, que nos moldea el carácter y abre nuestros corazones.

¡¡Fiat-Lux!!

Si indagamos, con justicia, el origen de los grandes males que, en sus variadas modalidades desgracian a los hombres, los encontramos en la ceguera moral. La miseria, la enfermedad, el crimen, la guerra, la deprabación de las costumbres encierran problemas que sólo a la luz del espíritu pueden ser resueltos, visto como tales flagelos tienen sus raíces en las tinieblas de la conciencia. Más que urgente se hace necesario encender la lámpara interna, desenvolver las facultades visuales del alma.

Esa trilla tortuosa, arriba descrita, por donde se confunde la juventud, es el resultado inevitable de la ceguera espiritual. Si ella tuviese “ojos para ver”, no vagundearía a la disposición de las pasiones, resbalando así por el declive de la corrupción que la degrada y ultraja. Y no es sólo la juventud; hombres maduros, encanecidos hasta, de los cuales era lícito esperar ejemplos edificantes, se presentan atacados del mismo vírus pestilente, de la misma ceguera que de todo inutiliza los órganos de la luz de la vida.

Por otro lado, sabemos que el mal no es irremediable. Puede ser curado mediante la restauración del Cristianismo en los corazones, aquel propagado por nuestro Maestro, que vino a traer la Luz para el mundo.

Hay sol material y hay sol moral. Uno atiende a las necesidades del animal, el otro, a las necesidades del espíritu. Así como la vida animal está presa a las influencias del calor, de la luz y del magnetismo de uno, así también la vida del espíritu está en la dependencia directa del calor, de la luz y del magnetismo del otro. No hay higiene física donde los rayos solares no penetren libremente. No hay a su turno, higiene del alma donde el influjo de la moral eterna revelado por Jesucristo no tenga libre y franco acceso.

Jesús es la luz del mundo, es el sol espiritual de nuestro orbe. Quien lo sigue no andará en tinieblas. Quien lo menosprecia se condena a la ceguera del alma, esa ceguera capaz de precipitar al hombre en los confines de insondables abismos.

¡Piense en eso! 

a. 4. ed. 1. imp. Brasília: FEB, 2019.


 

Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 
 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita