Especial

por José Passini

¿Sobrevivencia o inmortalidad del alma?

El hombre moderno, que explora el fondo de los oceanos y cada vez más domina el cosmo infinito, aún no conoce su propia naturaleza. De modo general, conoce el mundo exterior, pero no se conoce; sabe quién es, pero no sabe lo que es.

No nos referimos a los materialistas. Esos piensan que ya saben lo que son: sólo materia pensante. Me dirijo a los espiritualistas, o sea, a aquellos que creen que, después de la muerte, algo continúa, algo sobrevive... Ese “algo” es generalmente llamado alma o espíritu. Y cuando se habla de ese ser, tan abstracto para muchos, se acuerda siempre de la muerte. El tema “muerte” no es suficientemente analizado por las personas. Por el contrario, de modo general se evita discutir el asunto, actuando como el avestruz que, según se dice, mete la cabeza bajo la arena cuando se le presenta un peligro. En relación a la muerte, el común de la gente actúa infantilmente, cuando no irracionalmente.

Cuando se pregunta a alguien si cree en la inmortalidad del alma, generalmente la respuesta es afirmativa. Pero cuando esa misma persona habla de su amigo, que murió, ella dice que lo amaba, siempre usando en el pretérito los verbos relativos al fallecido, de igual manera que se expresa acerca de su coche, destruido por el fuego, cuando dice que me gustaba. En verdad, esta persona tiene razón al usar el verbo en el pasado cuando habla del automóvil, pues ese ya no existe más. Pero, si cree que su amigo sobrevive a la muerte, ¿por qué usa el mismo tiempo verbal? Eso demuestra claramente la fragilidad de su convicción de inmortalidad...

Otra posición curiosa acerca de la muerte: nadie teme a un amigo vivo, pero tras su muerte pasa a temer su cuerpo, que se volvió cadáver, y teme también su alma, que se hizo fantasma... El asunto es de tal forma perturbador, que ya se oyó algo así: “¡Yo amaba mucho a mi madre, pero ella que no me aparezca!” ¡La madre queridísima se volvió fantasma! Infelizmente, semejantes acontecimientos no son tan raros como se piensa.

Al preguntar a alguien, que dice tener alma o espíritu, dónde quiere ser enterrado cuando muera, generalmente responde: “Quiero ser enterrado en mi ciudad, cerca de mis padres, parientes y amigos”. Si preguntáramos a esa misma persona para donde irá su alma, la respuesta, a buen seguro, será: “Ella irá para el cielo”. O para otro lugar bueno, en consonancia con su convicción religiosa, aún porque nadie juega sobre asunto tan serio. Sin embargo, se podría objetar: “¿Qué importa si ella fue para el Infierno o para cualquiera otro lugar, ya que es ella quien va y no usted? Usted dijo que quedará enterrado en su ciudad.”

Cierta vez, fue presentado ese asunto a una selecta platea, no-espírita, interesada en investigaciones sobre fenómenos extrafísicos. Al oír esa pregunta, los presentes se agitaron y comenzaron a murmurar, hasta que uno de ellos dijo: “No seré yo que me quedaré enterrado aquí. Será mi cuerpo.” Delante de esa afirmación, el auditorio se calmó, hasta el momento en que el ponente dijo: “Usted no resolvió el problema, por el contrario, lo complicó aún más, a punto de hacerlo hasta contrario a la razón.” El auditorio volvió la intranquilizarse.

Para entender bien por qué el problema se hizo complicado, déjese por un momento el campo de cosas espirituales y pásese a otro, al campo de la gramática y de la lógica. Las gramáticas de todas las lenguas enseñan que el posesivo es la palabra que indica alguien que puede reclamar la posesión de algo, o sea, del objeto poseído. Por lo tanto, si fuera dicho: “Mi reloj”, eso significa que el reloj pertenece a mí, que yo soy su poseedor. En el caso de que alguien intente apoderarse de él, yo diré: “¡No toques ese reloj porque el es mío!

Hasta ahora, el encaminamiento del asunto está lógico, claro. Pero cuando analizamos el uso del posesivo en las frases de arriba, la cuestión se complica. Veamos: una criatura murió. Cuerpo y alma se separaron. El cuerpo fue enterrado y el alma “fue para el cielo”. Si alguien amenaza tocar a aquel cuerpo, quien dirá: ¿“No toques ese cuerpo porque el es mío”? O si alguien intenta tocar en el alma: ¿“No toques esa alma porque ella es mia”? ¿Quién es ese ser que posee ese cuerpo y esa alma?

¿Problema filosófico insoluble? ¡No, absolutamente no! Según la posición – no sólo espírita en particular, sino espiritualista de modo general – perfectamente lógica, se debe tachar la frase: “mi alma”, sustituyéndola por “yo”. Yo soy el poseedor del cuerpo, o mejor, fui el dueño del cuerpo que murió. Fui su usuario temporal. Yo, alma o espíritu, delante del cuerpo muerto puedo decir: “Este cuerpo fue mío, lo usé durante el tiempo en que vivió.” El cuerpo jamás podrá decir: “Esa alma era mía.”

Así, se llega a la conclusión que yo, espíritu, soy inmortal, indestructible. Yo uso un cuerpo material actualmente. Este cuerpo morirá un día. ¡No yo! El cuerpo no es parte esencial del ser humano. Él es sólo indumentária temporal del espíritu inmortal, y podrá durar de algunos segundos a hasta poco más de un siglo. Aunque todo respeto que le debimos, como instrumento imprescindible a la evolución del espíritu, el cuerpo debe ser encarado como instrumento, como objeto y no como sujeto. Y para aquellos que aún no se despojaron de la costumbre de visitar cementerios, debe ser recordado que los componentes del cuerpo, en un corto plazo de tiempo después del sepultamiento, pasarán a formar parte de otros organismos, animales o vegetales... Y una conclusión aún más contundente: El cuerpo es descartable...

Soy yo, alma o espíritu quien piensa, aprende, siente, odia, ama... No el cuerpo. El cuerpo es sólo instrumento de uso temporal del espíritu inmortal. Cuando mi cuerpo muera, lo dejaré como vestidura usada y entraré en otra dimensión del Universo infinito, usando un cuerpo más sutil. Sin embargo, esa dimensión no puedo ver actualmente, porque estoy limitado por el cuerpo material. Pero, cuando parta, llevaré todo aquello que aprendí, todo el progreso que hice en el campo de la inteligencia y del sentimiento, es decir, todo lo que incorporé en ese periodo evolutivo que viví en el mundo material.

Pensando de ese modo, se puede desarrollar un nuevo estado de conciencia,  que se puede llamar “ciudadanía espiritual”. Se trata de una ciudadanía que no es nacional, ni incluso planetaria, sino cósmica. Esa ciudadanía espiritual es una postura delante de la vida, muy diferente de aquella:

“Yo soy un hombre y tengo un alma”. Por el contrario, la criatura dice: “Yo soy un espíritu inmortal. Tengo un cuerpo, en el cual estoy encarnado temporalmente.”  

La idea de ser mortal y tener un alma inmortal impone sufrimiento. Obsérvese que, según esa posición equivocada, no soy yo que soy inmortal, sino ella, mi alma. La idea de ser mortal y de tener un alma inmortal contiene un sentimiento de destrucción, pues al menos mitad del ser se destruiría por el fenómeno de la muerte.

¿Por qué se puede decir que es una idea de destrucción, de pérdida? Porque la criatura se habitúa a concentrar todo su potencial de vida en el cuerpo y no en el espíritu, a punto de decir: “Cuando yo muera, quiero ser enterrado aquí o allí.” El hombre se siente más como cuerpo mortal que como espíritu inmortal. ¡Así, sufre! Sufre porque su razón le dice que, al ocurrir la muerte, su cuerpo en breve se consumirá, pudriéndose rápidamente y que los elementos que lo constituyen tomarán parte en la formación de nuevos organismos vegetales y animales. Según ese punto-de-vista equivocado, el alma es sólo parte del ser. Por eso dice: “Cuando yo muera, mi alma va para el cielo”.

Según esa posición, la muerte destruye el yo, pues dice: “yo quiero ser enterrado” aquí o allí. ¡Ahora, sólo es enterrado lo que está muerto! Se puede argumentar, sin embargo, diciendo que el alma es indestructible. Bien, eso es verdad, pero ella es tratada como una tercera persona: ella, cuya naturaleza y destino no están claramente definidos por los teólogos. No bien definidos por los teólogos, sino claramente definidos por Pablo, el Apóstol, en su primera carta a los Coríntios, en el capítulo 15:  “Pero alguien dirá: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Y con qué cuerpo vendrán?”

El Apóstol enseña que el alma tiene otro cuerpo además del material, es decir, un cuerpo espiritual, indestructible, sutil: “Y hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, pero una es la gloria de los celestes y otra la de los terrestres.”

Y, pedagógicamente, demuestra la completa destructibilidad del cuerpo físico, al compararlo a la semilla, que realmente desaparece para dar surgimiento a la planta:  "Así también la resurrección de los muertos. Si siembra cuerpo en corrupción; resucitará cuerpo en incorrupción."  “Si siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual.”

Y, anticipándose a aquellos que crearían la nefasta teoría de la resurrección de la carne, advierte:  “Y ahora digo esto, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción.”

Como se puede concluir, el Apóstol Pablo enseñó que el cuerpo material quedará enterrado y, simultáneamente, el cuerpo espiritual será liberado.

Los cristianos comprendieron perfectamente las afirmaciones del Apóstol, porque Jesús demostró la independencia del espíritu en relación a la materia, cuando, durante cuarenta días, apareció y desapareció, en el periodo de la así llamada resurrección hasta la ascensión. Nótese que Jesús, conforme relata el Evangelista (Ju, 20: 11 a 16) estaba completamente vestido, según la costumbre judía, a punto de, en su primera aparición a Maria Magdalena, ella pensara que aquel hombre a quien veía el torso, era un jardinero.

Pero, se levanta la siguiente cuestión: ¿de dónde Jesús cogió aquellas vestiduras? Él fue crucificado desnudo, o casi desnudo, porque los soldados antes de crucificarlo, le cogieron las ropas: “Y, habiéndolo crucificado, repartieron sus vestiduras, lanzando a suertes (...)”. (Mt, 27:35)

Además de eso, él no usó el sudario, ni el pañuelo que había estado sobre su cabeza, con los cuales podría cubrir su cuerpo, porque esas piezas estaban en el túmulo, según observación del Apóstol Pedro, al entrar allá: “(...) y entró en el sepulcro, y vio en el suelo las sábanas, y que el pañuelo, que había estado sobre su cabeza, no estaba con las sábanas, sino enrollado en un lugar aparte.” (Ju, 20:6 y 7)

¿De dónde Jesús había cogido aquellas vestiduras que usaba? Se ve claramente que ni su cuerpo ni sus vestiduras eran materiales, ya que estaban en otra rango vibratorio, en otra dimensión, aún desconocida por la Ciencia.

Se debe notar, aún, que Jesús, desde su resurrección, no actuó más como de costumbre, es decir, como Espíritu encarnado, limitado por la materia. Él atravesó una puerta cerrada, según relato del Evangelista: “Llegada pues la tarde de aquel día, el primero de la semana, y cerradas las puertas donde los discípulos, con miedo de los judíos, se habían juntado, llegó Jesús, y se puso en medio, y les dijo: La Paz sea con vosotros.” (Ju, 20:19).

Jesus se juntó a dos discípulos, que se dirigían a Emaús, y conversó con ellos, no siendo reconocido. Al caer la noche, los dos pararon delante de una hospedería e invitaron al desconocido a cenar con ellos. Sentados a la mesa, los tres hombres, en el momento en que oró y repartió el pan, Jesús se reveló, conforme relata el Evangelista: “Se les abrió los ojos entonces y lo reconocieron, y él les desapareció.” (Lc, 24:31).

¿Por qué Jesus apareció con ropas que no tenía; ¿por qué apareció súbitamente a los dos discípulos y desapareció de sus miradas? Por qué Jesus no se hospedó más en casa de alguien, como habitualmente hacía? Durante cuarenta días él apareció y desapareció súbitamente, no habindo registro de que haya pernoctado en casa de alguien o tomado comida regular, como hacía antes de la resurrección.

¿Por qué Jesús hizo eso? Él quiso trazar una línea muy nítida, separando los dos periodos de su vida entre los hombres: durante el primero, había estado encarnado, cuando hubo actuado como hombre común, limitado por la materia; durante el segundo, (los cuarenta días hasta el ascenso), él quiso mostrar que continuaba vivo, pero no tenía más un cuerpo material, no estaba más encarnado.

El Apóstolo Pablo, a quién Jesús se apareció en el camino de Damasco, se convenció, juiciosamente, de que Jesús no tenía más un cuerpo terrestre, sino uno celeste o espiritual, conforme escribió en su carta a los Coríntios.

Jesús dio su última clase, dejando la más bella lección acerca de la inmortalidad. Lección sin palabras que, según él, sería decodificada más tarde, dieciocho siglos después: “Aún tengo mucho que deciros, pero no lo podéis soportar ahora. (Ju, 16: 12). Pero cuando venga aquel Espíritu de la verdad, él os guiará en toda la verdad (...)”. (Ju, 16: 12 y 13). “Pero aquel consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ese os enseñará todas las cosas, y os hará recordar todo cuanto os he dicho.” (Ju, 14: 26).

Con base en las enseñanzas y en los ejemplos de Jesús, se puede llegar a la conclusión de que somos esencialmente Espíritus, actualmente encarnados. ¡Un día dejaremos nuestro cuerpo terrestre, como Jesús dejó el suyo, conservando sólo el cuerpo celeste, inmortal, conforme el Maestro, de forma genial enseñó y ejemplificó!

Queda, sin embargo, para muchas personas, una pregunta que invariablemente aparece cuando son hechos estos comentarios: ¿Si el túmulo estaba vacío y el cuerpo con que Jesús se presentaba era espiritual, donde había quedado su cuerpo físico? El Maestro, evidentemente, no podía esclarecer el asunto a aquellos con quienes había convivido, conforme se comprueba en sus palabras, ya citadas: “Aún tengo mucho que deciros, pero no lo podéis soportar ahora.” (Ju, 16:12).

Cumpliendo la promesa de Jesús, el Consolador viene a recordar sus lecciones y explicar muchos hechos que fueron registrados por los Evangelistas, pero que en la época no fueron comprendidos, como las súbitas apariciones de Jesús en el cenáculo y en la pesca, y su desaparición desconcertante delante de los compañeros de camino a Emaús, conforme ya es comentado. Tales hechos, tomados por milagrosos por muchos teólogos, encuentran en el Espiritismo explicaciones claras y lógicas, no en el campo de las especulaciones teológicas, sino dentro de la objetividad de la Ciencia, en las investigaciones del fenómeno de materialización – hoy llamado ectoplasmia por los parapsicólogos – llevados a efecto por varios científicos, entre los cuales se destaca la figura de Sir William Crookes el célebre físico inglés, que pudo probar que el Espíritu Katie King, con su cuerpo espiritual materializado, se limitaba dentro del plano material como si estuviera encarnado, haciéndose visible, audible y tangible. (Hechos Espíritas, William Crookes; Historia del Espiritismo, Arthur Conan Doyle)

En cuanto a la desaparición del cuerpo físico de Jesús, se puede leer una aclaración sobre la disipación de fluidos remanentes en cadáveres, en el libro Obreros de la Vida Eterna, de André Luiz (caps. 15 y 16). Se trata de una operación piadosa llevada a efecto por benefactores espirituales, que disipan en la atmósfera los fluidos remanentes en el cuerpo, antes del sepultamiento, a fin de resguardarlo de profanación que podría ser llevada a efecto por Espíritus inferiores.

Haciéndose un paralelo, se puede concluir que el propio Maestro se haya encargado de disipar las energías remanentes en su cuerpo y, al hacerlo, él se desmaterializó completamente. Es fácil comprender eso, recordando de que si el túmulo vacío de Jesús ya provocó tantas guerras, imagínese lo que ocasionaría el deseo de poseer algunos huesos de su cuerpo.

En ese contexto, es fácil imaginar que el cuerpo de Jesús debería incluso desaparecer, pues los sacerdotes, tan inmediatamente se divulgara la noticia de la resurrección, irían a rescatarlo, a fin de exhibirlo en público, negando la victoria de la vida sobre la muerte.

Más allá de eso, si es auténtico el sudario que está en Turin, el mismo prueba que hubo sobre él un fenómeno capaz de dejar impresa la figura de un cuerpo humano que, conforme dicen los estudiosos, coincide con lo que se sabe acerca del cuerpo de Jesús, tanto en lo que atañe a las características físicas, como a los sufrimientos que le fueron impuestos. Sin embargo, esa impresión en el tejido no fue provocada por radiación, ni por calor, ni por tintura, ni por pintura. Hasta hoy, no se sabe lo que provocó aquellas impresiones que permiten a un ordenador restaurar la figura de un cadáver que fue flagelado y crucificado, antes de ser colocado sobre una punta del tejido y cubierto con la outra.

Concluyendo, se puede decir que el Espiritismo, al decodificar el mensaje de Jesús, nos esclarece acerca de lo que verdaderamente somos: ¡Espíritus inmortales, temporalmente encarnados en cuerpos mortales!

De ahí la incorrección de decir sobrevivencia del alma cuando ocurre el fenómeno de la muerte. Sólo sobrevive quien corrió el riesgo de morir. El alma, que es inmortal, sólo se libera del cuerpo físico.

                  
Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 
 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita