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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 6 291 – 16 de Diciembre de 2012

Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 

 

El encuentro inesperado

 

Hace mucho, mucho tiempo atrás, existió un niño que era muy pobre. Se vestía de andrajos y vivía con sus padres en una humilde choza. Muchas veces la alimentación era insuficiente, pues su padre era leñador y ganaba poco con su trabajo.

El chico apreciaba la música, pues era dueño de un temperamento sensible y afectuoso, y soñaba en poseer una flauta pequeña, especie de flauta muy usada en la época. Pero, por ser muy pobre, él sabía que su padre nunca podría comprarle una.

A pesar eso, André no se desesperaba. Continuaba ayudando al padre en sus tareas con dedicación y optimismo.

Soñaba también en conocer al Mesías, que, decían,

vendría para derrumbar a los romanos y construir el Reino de Dios en la Tierra.

André hasta había oído decir que él ya fuera visto y, con el corazón repleto de emoción, el niño soñaba con el día en que se encontraría con Él, el salvador de los judíos.

Cierto día, André se había metido en el bosque en busca de leña. El sol ya estaba arriba y él se sentía hambriento y exhausto de tanto caminar.

Se sentó en un tronco a la sombra de un árbol y abrió la mochila para ver lo que su madre había puesto para él comer.

En eso, oyó el ruido de hojas secas y leves pasos que se aproximaban. A principio, vio sólo los pies, sucios bajo las sandalias simples de cuero y cubiertas por el polvo de los caminos. Debería haber andado mucho.

André elevó los ojos y vio a un hombre vestido con una túnica rústica de algodón. Sus cabellos estaban repartidos por la mitad, a lo nazareno, y le caían sobre los hombros. En el semblante tranquilo que irradiaba paz, dos ojos azules él miraba.

El niño sintió una emoción diferente al ver aquellos ojos lúcidos y tristes.

El desconocido extendió la mano, de dedos largos y finos, y le tocó la cabeza.

Conmovido sin saber el por qué, André lo invitó para sentarse.

— Señor, debe estar cansado. A juzgar por el estado de sus sandalias, presumo que debe haber recorrido largas distancias.

El hombre estuvo de acuerdo con una leve sonrisa, y se sentó.

André percibió que el extraño posó la mirar en su mochila, y dijo:

— El señor debe estar hambriento. Tengo aquí alguna cosa para comer que mi madre colocó. Vamos a repartir.

Abrió el saco y, metiendo la mano, encontró sólo un pedazo de pan duro.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. “Pobre madrecita — pensó —, nada más tenía para ofrecerle a no ser un pedazo de pan del día anterior.”

Titubeó. Si diese el pan para el desconocido, se quedaría sin nada. ¡Y andaba con tanta hambre! Pero fue un segundo sólo. Con decisión, cogió el pedazo de pan de la mochila y extendió la mano ofreciéndolo al extraño.

— Tome. Puede comer. No tengo hambre. Hice una comida antes de salir de casa y pretendo volver inmediatamente.

El hombre cogió el pedazo de pan y lo comió despacio. Al terminar, dijo al chico:

— Tienes buen corazón, André.

— ¿Cómo sabe mi nombre? — preguntó, sorprendido.

— No importa. Tú saciaste mi hambre y no te arrepentirás. Mi Padre que está en los cielos sabrá recompensarte.

Se levantó y dijo con dulzura:

— Y no te olvides, hijo mío. Haz siempre a los otros lo que te gustaría que los otros te hicieran, y serás feliz.

El chico vio al extraño que se alejaba y gritó:

— ¡No sé cómo se llama, señor!

Pero el desconocido ya había desaparecido en una curva del camino.

André se apresuró en volver para casa. Sólo entonces notó que no sentía más hambre; estaba saciado. Quería contar a los padres el encuentro que hubo tenido y que tanto lo había impresionado.

Allá llegando, vio al padre todo sonriente venir a su encuentro:

— ¡Dios es muy bueno, mi hijo! Nuestros problemas terminaron. ¡Conseguí un trabajo que va a rendirnos un buen dinero!

Y, quitando un objeto de las dobles de la túnica, completó:

— Te traje un regalo que encontré al borde de la carretera. ¡Mira!

¡Era una linda flauta pequena!

El chico, radiante, agradeció efusivamente al padre y,

tocando las primeras notas en el instrumento, se acordó del desconocido que había encontrado en aquella mañana y, sin saber la razón, sintió que debía todas aquellas bendiciones a Él.

 

                                                                           TIA CÉLIA
               
 


                                                                                   



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Revista Semanal de Divulgación Espirita