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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 6 271 – 29 de Julio de 2012       

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

La visita

 

Silvia vivía en una casa confortable, tenía unos padres amorosos, frecuentaba una buena escuela y nada le faltaba.

Hija única, ella se acostumbró a ver satisfechas todas sus voluntades, y jamás aceptaba un “no” como respuesta.

Con el pasar de los años, los padres de Silvia notaron como se habían  equivocado en la educación de la hija. Reconocieron que habían transformado a la niña, ahora con ocho años, en una criatura egoísta, arrogante, insatisfecha, orgullosa y exigente. Cuando no hacían su voluntad, se tiraba al suelo y pataleaba, gritando a pleno pulmón.

Después de pasar por numerosos vejámenes, los padres de Silvia decidieron que era preciso cambiar, antes de que fuese demasiado tarde. Lo que era gracioso en una niña de dos años se volvió inaceptable en una jovencita de ocho.

Queriendo ponerla delante de la realidad, cierto día la madre le dijo:

- Ven, hija mía. Vamos a salir.

- ¡Bien! ¿Vamos a hacer compras? ¡Estoy necesitando ya de un montón de cosas! Quiero comprar algunas camisetas, tres pantalones jeans, algunos zapatos y también juguetes. Estoy cansada de los que tengo. ¡Son viejos e inútiles! – consideró la niña, haciendo una carantoña.

La madre, tranquilamente, afirmó:

- No vamos a hacer compras, Silvia.

- ¡Ah! ¿No? ¿Y dónde vamos, puedo saberlo?

- Vamos a hacer una visita.

- ¡No quiero hacer una visita! ¡Quiero hacer compras! – respondió la niña, mal-humorada.

Sin perder la calma, la madre insistió:

- Primero la visita. ¡Después, si tú te comportas, veremos!

Sin dar mayores explicaciones, Olinda cogió a la hija por la mano y la llevó hasta el coche. Con mala cara, la niña miraba por la ventana.

El coche dejó las calles de mayor movimiento, encaminándose para un barrio en la periferia.

¿Adónde irían? – pensó Silvia.

Estacionaron en una calle muy pobre. Las casas eran miserables, las personas sucias y mal vestidas. En las calles, no había aceras ni asfalto. Los niños jugaban en la tierra, en medio los pozos de barro mal oliente.

Silvia sintió enojo. ¡Qué lugar tan horrible!

La madre parecía no notar tanta suciedad. Caminaba serena, saludando a las personas con una sonrisa amistosa. Delante de una casa paró. Tocó en la puerta y alguien fue a abrir. Era una mujer toda despeinada, el rostro sucio y ropas remendadas.

- Buenos días. Vinimos a hacerle una visita.

El semblante de la dueña de la casa se iluminó al ver a la recién llegada.

- ¡Doña Olinda! ¡Qué placer tenerla en nuestra casa! ¡Entre! ¡Entre!

Silvia se extrañó. Nunca pensó que su madre tuviese relación con “ese populacho”.

Entraron. La vivienda era muy pequeña. En la sala, que también servía de dormitorio, Silvia vio una cama. Aproximándose curiosa.

Una niña que parecía tener su edad, estaba echada.

- ¿Ella está enferma? – preguntó sorprendida.

- Marcia, cuando era bebé, estuvo muy enferma. A partir de ahí, no salió más de la cama. No anda, no habla, no ve. Sólo oye. Tengo que darle la comida en la boca. Hace las necesidades ahí mismo, por eso no hay ropa que aguante. Ahora mismo, ya está mojada. Hizo pipi y necesito cambiarla.

Silvia se quedó mirando a aquella niña que allí estaba echada, sin poder salir de la cama, jugar, ir a la escuela o pasear. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sintió el corazón inundarse de compasión.

En ese momento oyó que su madre decía:

- María, traigo cosas alimenticias, leche y dulces; para Marciña, ropas y zapatos. Además de eso, coja este dinero. No es mucho, pero será lo suficiente para pagar las facturas del agua, electricidad y comprar gas. Si necesita de alguna cosa más, avíseme. Sé que usted está sola y no puede trabajar porque tiene que cuidar de Marcia.

La pobre mujer no cabía en sí de felicidad. Con lágrimas en los ojos lo agradeció, conmovida:

- Doña Olinda, fue Jesús quien envió a la señora. ¡Dios se lo pague! Nunca ha de faltar nada para la señora y para su hija.

Se despidieron. Entrando en el coche, iniciaron el camino de vuelta. Llegando al centro de la ciudad, olinda preguntó:

- ¿Quieres hacer compras ahora, hija mía?

Silvia enjugó una lágrima y movió la cabeza:

- No, mamá. Descubrí que no necesito nada. Ya tengo demasiado.

El resto del trayecto la niña se mantuvo callada.

Más tarde, Silvia llamó a su madre al cuarto. Dos cajas de cartón se encontraban en medio de la habitación, abarrotadas de ropas, calzados y juguetes. Con una sonrisa radiante, Silvia preguntó:

- ¿Qué piensas, mamá, de llevar todas estas cosas para Marciña? Al final, no las necesito. Tengo seguridad de que, allá, tendrán mucho más utilidad. También tengo algunos libros que quiero dar. Como ella oye, quiero leer para ella.

Olinda abrazó a la hija con cariño. La lección fue bien aprovechada. Ahora estaba segura de que Silvia jamás volvería a ser la misma niña exigente y egoísta.

- Tienes toda la razón, querida. Hoy mismo llevaremos todo para Marciña. ¡A ella le va a encantar!   

                                                                  Tía Célia 



                                                                                   



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Revista Semanal de Divulgación Espirita