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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 6 263 – 3 de Junio de 2012      

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

La dolencia del abuelo

 

Cierta familia vivía en un elegante barrio residencial. La casa era adecuada a las necesidades de la familia, pues la pareja tenía dos hijos, Alberto y Marina, de siete y ocho años y todos vivían alegres y satisfechos.

Un día Júlia recibió la noticia de que su padre estaba enfermo. Preocupada, conversó con la familia y resolvió ir hasta la ciudad donde ellos vivían para enterarse de la salud de él. Llegando allá, al ver la situación, tomó una decisión:  

— ¡Vosotros venid conmigo! ¡No puedo dejaros aquí solos!

— ¡Hija! ¡No queremos darte trabajo a ti! ¡Si fuésemos para tu casa, vamos a incomodar a la familia! ¡Podemos quedarnos aquí mismo! — el padre protestó.

— ¡Padre! ¡Vosotros no vais a incomodar a nadie!

Además de eso, podréis quedaros el tiempo que queráis. ¡Cuando estés mejor y sientas nostalgia de la casa, vosotros volvéis!

Decidido así, arreglaron la maleta y, a la mañana siguiente, salieron inmediatamente temprano.

Avisados, Conrado y los dos niños quedaron eufóricos. ¡Así, cuando llegaron, fue una alegría! Intercambiaron abrazos y besos cariñosos. Después Júlia avisó a los hijos de que ellos tendrían que ceder el cuarto mayor, que era de Tiago, para los abuelos.

— ¿Y dónde yo voy a dormir mamá? — protestó el chico.

— ¡En el cuarto de Marina! Voy a arreglar todo bien, hijo. Además de eso, es sólo por algunos días.

Los niños no quedaron contentos. Tiago porque había perdido su espacio, y Marina porque tendría que dividir su cuarto con Tiago, pero se conformaron. Sin embargo, los días pasaban y todo continuaba del mismo modo. Toda la rutina de la casa fue alterada con la presencia de los abuelos.  

Los chicos comenzaron a estar irritados, insatisfechos con la situación. Siempre que protestaban, la madre prometía dar una solución, sin embargo todo continuaba del mismo modo, y el ambiente fue quedando cada vez peor.

Cierto día, al atardecer, los niños hablaban en el jardín y no percibieron que los abuelos tomaban un baño de sol en la terraza. Tiago protestaba:

— ¡No aguanto más! No tengo más espacio para colocar mis cosas. Todo está cambiado.

¡Mamá sólo ve las necesidades de los padres de ella! ¡Para nosotros, nada!

— Tienes razón, Tiago. Me Gusta mucho nuestros abuelos, ¡pero toda vez que quiero ver dibujos, ellos están viendo televisión! ¡Mamá no llama más para nosotros! decía Marina 

Oyendo eso, los abuelos bajaron la cabeza, molestos. Intercambiaron una mirada y se dieron las manos. ¡Ellos tampoco estaban satisfechos con la situación! Sentían que estaban molestando la vida de la familia y no querían. Se acordaban de la casita de ellos con nostalgia. ¡Allá, ellos tenían libertad para hacer lo que quisieran! En aquella noche, ellos hablaron y decidieron qué hacer.

En la mañana siguiente, Júlia despertó a los hijos y después fue hasta el cuarto de los padres, para ver cómo ellos habían pasado a la noche. Abrió la puerta y se extrañó: no había nadie. ¡El cuarto estaba todo arreglado, la cama en orden, sin embargo el armario estaba vacío!  

Júlia salió del cuarto llorando. Conrado estaba tomando café, y los niños  arreglándose para ir a la escuela. Al ver Júlia llorando, él indagó preocupado:

— ¿Qué pasó, querida?

— Mis padres no están en el cuarto y en ningún lugar de esta casa. ¡Ellos se fueron, Conrado! — respondió ella, afligida.

El marido abrazó a la esposa, consolándola. Los chicos

llegaron y extrañaron al ver a la madre llorando. El padre explicó a los hijos lo que la madre descubrió. Después, buscando mantener la tranquila de los demás, consideró:

— ¡Tal vez ellos sólo se hayan levantado más pronto y salido para dar una vuelta por el barrio! Finalmente, no existe ningún motivo para que ellos se hayan ido sin hablar con nosotros, ¿no es, querida?  

En ese momento, Tiago y Marina intercambiaron una mirada que no pasó desapercibida al padre. Los niños bajaron la cabeza, sintiéndose culpables por lo que habían dicho la tarde anterior y contaron:

— ¡Papá! Ayer por la tarde, Marina y yo estábamos en el jardín y creo que hablamos cosas que no deberíamos haber dicho. A nosotros nos gusta el abuelo y la abuela, pero esta casa estaba patas arriba después que ellos vinieron a vivir aquí con nosotros! ¡Nadie está feliz!...

Júlia paró de llorar, mirando a los hijos. Solamente ahora veía el problema de ellos y lo que estaban sintiendo. Por otro lado, tal vez sus padres tampoco estuvieran satisfechos con la situación. Siempre habían sido dueños de su voluntad y ahora eran obligados a depender del yerno y de la hija.

— Tal vez si hubiéramos hecho todo diferente! — murmuró.

— ¡Pero aún podemos hacerlo, querida! Si ellos se fueron, deben estar en la Estación de Autobuses — sugirió Conrado.

Animada, toda la familia fue detrás de la pareja. Luego al llegar vieron a los dos sentados aguardando el autobús que los llevaría de vuelta para casa. Al ver la familia, el padre se disculpó por haber salido sin avisar:

— Agradecemos por la acogida y todo lo que hicisteis por nosotros. Sin embargo, echamos en falta de nuestra casita. ¡Estamos incomodando la vida de vosotros y no es justo!

Los niños abrazaron a los abuelos pidiendo que ellos los disculpasen por las palabras sin pensar, afirmando que ellos querían que volvieran a vivir con ellos.  

— ¡Volved! ¡Papá, mamá! Vamos a volver y hablar. Todo puede ser resuelto — suplicó Júlia.

La pareja aceptó volver. Hablaron, y aceptaron la sugerencia de Conrado:  

— Nuestro terreno es grande. Propongo construir una casa para vosotros en el fondo. Así, tendréis los cuidados de que necesitáis y toda la privacidad que desean. Nuestra casa volverá a lo normal y estaremos siempre en contacto con vosotros. ¿Qué pensáis?

Todos estaban encantados con la idea. Así, en pocos meses, la casa estaba lista y la mudanza de los abuelos llegó. Fue con alegría que todos ayudaron a arreglar la casita, dejando todo del modo como a los abuelos les gustaba. Los chicos estaban satisfechos, y Albertinho exclamó:

— ¿Viste, abuela? ¡Cuando existe amor todo se resuelve! ¡Y ahora tenemos otra casa para visitar!

                                                                          

MEIMEI


(Recebida por Célia X. de Camargo, em Rolândia-PR, em 23/4/2012.)
 


                                                                                   



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