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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 5 251 – 11 de Marzo de 2012    

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

La viejita de la plaza

 

Márcia, de doce años, poseía un temperamento nada fácil. Estaba quejandose siempre de todo, y sólo conseguía ver defectos en todas las personas.

Y no contentándose con criticar a todo el mundo, Márcia aún juzgaba que la franqueza era una virtud. Así, todo lo que pensaba ella lo decía a las personas, doliera a quienes doliera. De ese modo, su relación con la familia, compañeras de la escuela, vecinos y hasta extraños, era desagradable. Aún en momento de fiesta, donde debería imperar la alegría y la serenidad, era tumultuoso por sus comentarios. Criticaba la decoración, la comida, los trajes y todo lo más. 

En casa, ella protestaba de la comida, de las ropas apenas pasadas, de los hermanos, finalmente de todo.

¡Hala! ¡Era un alivio para todos cuando ella no estaba presente!

Así, las personas fueron alejándose de ella, temiéndole la lengua venenosa. Solamente la familia la soportaba, por no tener otra opción. Y cuando los padres la alertaban para esa franqueza ruda, hablándole sobre el mal que hacía a la personas, ella replicaba:

— ¿Como es eso? ¡Yo hablo la verdad! ¿No fue eso lo que vosotros, mis padres, me enseñasteis?

— ¡Hija mía, la verdad no es para ser usada como un látigo, hiriendo a las personas! ¡Inluso porque, ninguno de nosotros es perfecto! — decía la madre.

— Hija, ante todo, tenemos que colocarnos en el lugar del otro. ¿A ti te gustaría que actuaran así contigo? Es preciso usar la fraternidad en nuestras relaciones — afirmaba el padre.

Márcia, sin embargo, no se convencía con los consejos de los padres. Finalmente, había aprendido que la verdad debe ser dicha siempre.

Con el paso de los meses, Márcia fue notando que nadie más la buscaba. Cuando echaba en falta a las amigas y telefoneaba a ellas, estas daban inmediatamente una disculpa para no encontrarse con ella.

Entonces, Márcia decidió ir a la casa de las vecinas, sin embargo, al ver que era ella, hablaban un poco e inmediatamente, alegando tareas que realizar, ella tenía que irse. En la escuela, las compañeras mantenían la misma distancia y, así, en el recreo, ella estaba siempre sola.               

Un día, Márcia salió de la escuela muy triste y no andaba con ánimo de volver para casa. Pasando por una placita, se sentó en un banco, pensativa. Luego, una señora anciana se sentó cerca de ella.  

— ¡Discúlpame, pero tú andas con una carita tan triste! ¿Me gustaría hablar un poco? Finalmente, ya tuve hijos, nietos, y creo que tengo alguna experiencia de la vida.

Márcia estaba realmente muy triste y, al ver a aquella señora que le dirigía la palabra, cuando nadie más quería saber de ella, decidió desahogarse:
 

— ¡No sé lo que está ocurriendo conmigo! Nadie más quiere mi amistad. ¡Ni aún en mi casa les gusto!

— Bien, querida mía, nada ocurre sin tener un motivo. Entonces, cuénteme lo que está ocurriendo. ¿Quién sabe pueda ayudarte? Todo el mundo me llama abuela Brígida.

Márcia comenzó a hablar sobre su familia, las amigas, las vecinas, que no la buscaban más, y terminó diciendo:

— ¡Siempre fui muy franca con todo el mundo, y las personas no soportan oír la verdad! ¿Debo mentir para tener la amistad de ellas?...

La señora pensó un poco, después mirando a Márcia, dijo al respecto:

— ¡Mira que lindo jardín, Márcia! ¡Cuántas flores! ¿A ti te gustan plantas?

— Me Gusta mucho, abuela Brígida. Mi madre tiene un lindo jardín.

— ¡Ah!... Márcia, ¿tú ya viste a tu madre echar agua hirviendo en las plantas?

La niña se llevó un susto, y respondió impulsivamente:

— ¡No! ¡Nunca! ¡Mi madre no haría eso, abuela Brígida! ¡Quemaría sus plantitas!... La señora la miró con cariño y estuvo de acuerdo:

— Eso mismo, querida. Ella no haría eso. ¿Y sabes por qué?

— Yo lo sé. Porque mi madre ama sus plantas, su jardín.

En ese momento, un pajarito vino volando y se posó en la palma de la señora, que aprovechó para indagar:

— ¡Exactamente! ¿Pero tal vez ella haga eso con algún pájaro o animal de preferencia?

— ¡No! ¡Nunca! ¡Tenemos un perrito que es muy bien tratado! ¡Si mi madre le tirara agua hirviendo a él, el pobrecito quedaría todo quemado!... —

La viejita miró a Márcia con mucho cariño y concluyó:

— Exactamente. Sabes, hija mía, cuando nosotros amamos a las personas, así como a las plantas, a los pájaros y a los animales, tampoco echamos agua hirviendo en ellas. ¡Porque queremos preservarlas, deseamos verlas bien, alegres, saludables y lindas!

En aquel momento Márcia entendió lo que la señora quiso decir: ¡que ella había tirado  agua hirviendo a las personas y eso las había quemado, acabando con el sentimiento de amistad que tenían por ella!...

Como ya era tarde, la niña agradeció a la señora, despidiéndose de ella y dejándole su dirección:

— Abuela Brígida, la señora me ayudó mucho hoy. Espero que vaya a visitarnos. Quiero que conozca a mis padres.

— ¡Voy, sí, Márcia! Y cuando quieras verme, vivo allí en aquella casa, enfrente de esta placita. Sabes, hija mía, como no tengo mucho que hacer, me quedo mirando la plaza y, alguna vez que otra, veo a alguien. Como me gusta conversar, atravieso la calle y vengo para acá, pues muchas veces hay alguien que necesita de ayuda.

Márcia entendió. Doña Brígida vino porque la había visto llorar sola.

— ¡Dios bendiga a la señora! Gracias por todo. A partir de hoy, le prometo que no voy a echar más agua hirviendo a las personas.  

                                                                  MEIMEI                


(Recebida por Célia X. de Camargo, em Rolândia-PR, em 13/02/2012.)




                                                                                   



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