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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 5 247 – 12 de Febrero de 2012 

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

Aprendiendo a luchar con
los problemas

 

Roberto era un niño que estaba siempre con dificultades en la escuela. A la hora de hacer los deberes en casa, era sólo protesta. Quedaba enfadado, lloraba, golpeaba el pie, rompía la punta del lápiz... y no hacía nada.  

Un día, en que el niño estaba encontrando más dificultades que de costumbre, la madre se aproximó a Roberto, que lloraba haciendo el mayor drama. Llena de paciencia, ella le preguntó  qué estaba pasando.

El niño aprovechó para llorar aún más, protestando:

— ¡Yo no aguanto más, mamá! ¡Todo el día es la misma cosa! ¡Las tareas son muy difíciles y no consigo hacer! ¡No consigo aprender!... — y se descargaba en lágrimas.

Un día, en que el niño estaba encontrando dificultades

La madre, que conocía bien al hijo, se sentó cerca de él y explicó:

— Roberto, tu consigues aprender sí. ¡Todos los niños

tienen dificultades! Lo que falta en ti es un poco más de voluntad y paciencia para resolver tus problemas.

— ¡Pero yo no lo consigo, mamá! — insistía él.

La señora pensó un poco, lo cogió en el pecho, y preguntó con voz mansa:

— Hijo mío, tu ya estás en el segundo grado. ¿Cómo crees que llegaste hasta aquí?

— ¡Porque yo pasé de año! — respondió él, más tranquilo.

— ¡Porque tu aprendiste, Roberto! ¿Te acuerdas de cuanta dificultad encontraste para conseguir leer y escribir?

El niño sonrió más animado al recordar el pasado:

— ¡Pero ahora yo sé! ¡Y también sé hacer cuentas!

La madre sonrió y prosiguió:

— ¡Y hay mucho más que tú ya aprendiste! ¿Tú no sabías coger el cordón del tenis, no es?

— ¡Es verdad, mamá, pero ahora yo sé! Sé también andar con la bicicleta, con patines, jugar al fútbol, nadar... — él recordó, admirado.

La madre concordó con él, y fue a buscar un libro en la estantería. Abriendo en una determinada página, mostró al hijo una interesante imagen que presentaba la evolución humana a través del tiempo, completando la explicación al afirmar que siempre estamos progresando.

— ¡Hijo mío, todo progresa! Ves esta imagen. Representa la escala de la evolución humana.  

¿Son bien diferentes de nosotros, no? ¡Pero nosotros ya fuimos como esos seres primitivos!

— ¡¿Quieres decir que yo ya fui

parecido a un mono?!... — dijo el niño mirando la figura, espantado.  

— ¡Sí, todos nosotros! Porque nosotros somos Espíritus, seres inteligentes creados por Dios para la evolución. Por eso, renacemos muchas veces, evolucionando siempre. La humanidad terrena progresó bastante materialmente a través de descubrimientos científicos, tecnológicas, mejorando las condiciones de vida de la población, por ejemplo. ¿Entendiste?

— ¡Ah!... Más o menos. ¿Como es así, mamá?

— Bien. Cuando tú construiste una casa para tu perrito con tablas de una caja de manzanas, estabas inventando, creando algo útil para alguien, ¿no es?

— ¡Es verdad, mamá!

— Porque tu, Roberto, tuviste que medir las tablas, hacer cuentas, colocar los clavos etc. ¡El papá ayudó, pero tu construiste la casa!

El chico tenía los ojos abiertos de espanto al constatar su proeza. Y la madre prosiguió:

— Sin embargo, no es sólo eso. También tenemos que progresar moralmente, Roberto. El Espíritu hace eso a través de los conocimientos que adquiere, mejorando sus sentimientos, su manera de actuar. De ese modo, progresan las personas, las ciudades, los países, los planetas. La Tierra, nuestra casa planetaria, ya progresó bastante y está en una época de transformación para ser un mundo mejor.

— Entendí, mamá. ¡Quieres decir que, cuando yo trato bien a las personas, no peleo en la escuela, divido mi merienda con alguien que está con hambre, estoy actuando bien, haciendo mi “tarea”!... ¿Cual es el libro que trae esas lecciones tan importantes?

Con una sonrisa, la madre completó:

— Ese libro es el Evangelio de Jesús, donde aprendemos la ley del amor: como amar al prójimo, no guardar rencor, aprender a perdonar y ayudar a quién esté sufriendo o en dificultad. ¿Entendiste?

— Sí, mamá. No voy a protestar más para hacer los deberes de la escuela porque sé que luego yo aprendo. ¡Y, cuando no sepa, voy a preguntar a la profesora!  

Roberto miró para el cuaderno. Ahora con otra disposición, cogió el lápiz, intentando entender las preguntas. Descubrió que, con un poco de buena voluntad, no era difícil entender las preguntas. Concentrado, bajó la cabeza y se puso a responderlas.

Al verlo atento a la tarea, la madrecita salió sin que él lo notara. Una hora después, el niño apareció en la cocina levantando el cuaderno en la mano como si fuera un trofeo. Había en su rostro una expresión diferente de contentamiento, una sensación buena de capacidad por haber conseguido hacer todo solo:

— ¡Mamá, yo lo conseguí!... ¡Hice todo bien!...

Llena de alegría, la madre envolvió al hijo en sus brazos, agradecida a Dios por ese momento.  

— ¡Muy bien, hijo mío! ¡Si cada uno hace su parte, con certeza nuestro planeta será un lugar mejor para vivir!

Roberto creció, sin embargo a lo largo de su vida nunca más encontró dificultades para resolver sus problemas, porque había aprendido que, con buena voluntad y determinación, nada le sería imposible. Y todo lo que aprendía era conquista que quedaría no sólo para esta vida, sino para siempre, porque jamás sería olvidada. 


                                                                          
MEIMEI 


(Recebida por Célia X. de Camargo, em Rolândia-PR, em 7/11/2011.)

 


                                                                                   



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Revista Semanal de Divulgación Espirita