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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 5 245 – 29 de Enero de 2012 

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

Voluntad de cambiar

 

A pesar de todo lo que su madre le enseñaba en casa y lo que aprendía en la escuela, Juliano, de doce años, era un chico que no tenía control de sus emociones.  

Como él no admitiera ser contrariado, cualquier cosa se volvía en un gran problema para el niño. Su voluntad tenía que ser obedecida y sus deseos satisfechos rápidamente.  

Cuando eso no ocurría, Juliano se llenaba de cólera, la sangre le subía a la cabeza y él se ponía a gritar, tirando en la pared, o donde fuera, lo que tenía en las manos.  

Así, su cuarto vivía con trastos, pues él tiraba libros, juguetes, silla, lámpara, contra la pared. Rompía espejos, ventanas y todo lo que le cayera en las manos.  

Cuando la madre oía el ruido, ya sabía que algo había ocurrido para dejar al hijo furioso, y corría para el cuarto intentando tranquilizarlo y resolviendo el problema, que podía ser una ropa que él quería vestir, un juguete que no hubiese encontrado, un trabajo de escuela, u otra dificultad cualquiera.

Ese día, la madre estaba en la sala cuando oyó los gritos del niño. Con vergüenza de los vecinos, que no podrían dejar de escuchar aquel ruido, ella corrió hasta el cuarto de él.  

— ¡Calma, hijo mío! ¿Qué pasó? — preguntó.

— ¡Es esa porquería de juguete que no quiere funcionar!   

Y Juliano cogió el juguete, un cochecito de carreras con control remoto que había recibido de regalo en Navidad y que ahora estaba roto y estalló en la pared, lleno de rabia.  

¡La madre se estremeció! ¡Era un juguete caro, y ahora hasta la pista de carreras estaba rota!  

En ese momento, apareció en la puerta una carita asustada. Era Diana, una chica de su edad, muy simpática, que se había cambiado para la casa de al lado y se hicieron amigos. Al oír el ruido, preocupada, ella vino para saber qué estaba ocurriendo.

Al ver a la niña en el marco de la puerta, con los ojos abiertos y expresión de miedo, Juliano intentó contenerse, respirando hondo.

— ¡Hola, Juliano! Disculpa haber entrando así sin llamar, pero oí el ruido y creí que algo muy serio estaba ocurriendo contigo. ¿Puedo ayudar?

Al oír su voz tierna y mansa, él se serenó un poco. Cogió el juguete que había acabado de tirar contra la pared, y explicó:

— ¡Es este mi coche nuevo! ¡Acabé de recibir de

regalo y él no funciona! ¡¿Tú te crees?!...

La niña miró para el juguete, ahora todo roto, que él tenía en la mano y preguntó:

— ¿Y ahora, tú crees que él va a funcionar?

Juliano bajó la cabeza, avergonzado, y Diana continuó:

— ¡Es una pena, realmente! Debe haber costado muy caro. ¡En este caso, como el juguete es nuevo, bastaría haber buscado la tienda que lo vendió y ellos resolverían la cuestión! Sabes, Juliano, aprendí con mis padres que, cuando queremos alguna cosa, no sirve perder el control. Sólo con calma conseguimos resolver nuestros problemas.

El chico intentó justificarse:

— ¡Es que no consigo controlarme, Diana! Yo soy así, mi cuerpo es así, ¿entiendes? La sangre me sube a la cabeza y, cuando me doy cuenta, ya lo hice.  

— ¡Pero no es tu cuerpo que es culpable, pues él sólo obedece a la órdenes del espíritu! ¿Tú culparías a un caballo mal dirigido, que obedece a la órdenes del jinete, por los estragos que causa? ¡Así también es nuestro cuerpo! Aprendí eso en un texto del Evangelio. Pero… ¿tú ya conseguiste resolver algo de esa manera?

— No. ¡Nunca! Sólo pierdo lo que tengo — reconoció el niño, lleno de vergüenza.

La chica miró alrededor, apenada. El cuarto parecía haber sido barrido por un vendaval que había dejado todo roto.

— ¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer con esa suciedad? — preguntó ella.

— ¡Ah! Va para la basura. ¡Después, mis padres lo compran todo de nuevo!

La niña quedó pensativa por algunos segundos, después murmuró:

— Creo que el problema es ese. Si ocurriera conmigo, es decir, si yo rompiera todo en mi cuarto, mis padres no tendrían cómo reponer lo que rompí, dándome cosas nuevas. Así, busco conservar lo que tengo con mucho cuidado.

Oyendo las palabras ponderadas de la niña, la madre de Juliano también estaba avergonzada. Comprendió que había educado mal a su hijo y si hoy él era así, es porque nunca hubo aprendido a tener disciplina.  

Juliano se prometió a sí mismo que nunca más actuaría de aquella forma, y preguntó a su amiga:

— ¿Será que yo conseguiré cambiar, Diana?

— ¡Claro que lo consigues! ¡Basta usar la voluntad!

— ¡Entonces, voy a intentarlo!     

    MEIMEI

(Recebida por Célia X. de Camargo, em Rolândia-PR, em 26/12/2011.)        

 


                                                                                   



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