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Año 5 243 – 15 de Enero de 2012 
CLAUDIA GELERNTER   
claudiagelernter@uol.com.br   
Vinhedo, SP (Brasil)
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 


Claudia Gelernter

Espíritas, necesitamos hablar sobre la muerte
1ª Parte
 

”¡Oh, Maestro!

Haz que yo busque más

 consolar que ser consolado;

comprender que ser comprendido;

amar que ser amado...

pues es dando que se recibe;

es perdonando que se es perdonado…

y es muriendo que se vive para la vida eterna!”

(Un extracto de la Oración por la Paz.)

 
Diálogo común de lo cotidiano, los días actuales: Una hija y su madre están en la cocina, sentadas, comiendo un delicioso pedazo de tarta, con leche y café. La niña, demostrando cierta angustia, comenta: “Mamá, tengo miedo de morir”. Con ojos abiertos y el corazón desajustado, la madre golpea tres veces en la madera de la mesa y afirma, con voz firme:

“¡Imagina, niña! ¡Vuelve esa boca para allá! Tú tienes una vida entera por delante, no va a pasar nada de malo contigo!”.

La hija se calla y aprende, con esta actitud, tres conceptos:

1. El asunto muerte debe ser evitado.

2. La muerte es algo distante, sólo ocurre con los de lejos o cuando estamos bien viejitos.

3. Ciertos rituales, como, por ejemplo, golpear tres veces en la mesa, puede ayudar a alejar la muerte de nuestras vidas.

O sea, la niña acabó de aprender tres mentiras que posiblemente irá a difundir para las próximas generaciones.

Ahora imaginemos que la prima de la niña de nuestra historia vino a desencarnar días después de la escena descrita arriba. Entonces, bastante afligida con aquella situación inusitada, la niña, llorando, pregunta: “¿Para dónde fue mi prima?”  Y la madre, ansiosa, responde: “¡No estés triste, querida... no llores! Ella está bien... ella se hizo una estrellita y estará para siempre brillando en el cielo. Por la noche, iremos hasta la ventana y podremos verla”. En este momento la niña aprendió dos nuevos conceptos:

1. No debemos expresar nuestra tristeza por causa de la muerte de alguien.

2. Quién muere se vuelve estrella, queda inmóvil y brilla por la noche. Nada de juegos, ni tarta de chocolate, ni abrazos de la madre. Se acabó todo. Sobró sólo el brillo en la noche oscura... Philippe Ariès, historiador francés, especialista de la era medieval en el occidente nos cuenta que, en el pasado, la muerte era un evento público y social. Por lo tanto, formaba parte de la vida de todos, de lo cotidiano, siendo algo a ser pensado, reflexionado, elaborado. En aquella época los hombres que perecían debido a enfermedades o aún por la guerra, conocían la trayectoria de la propia muerte - el ultimo suspiro era aguardado en el lecho, en un evento previamente organizado por el propio moribundo. La familia participaba activamente del proceso de morir de su familiar; los rituales eran cumplidos con manifestaciones de tristeza y dolor, inclusive por los niños. El moribundo tenía derecho de morir entre las personas más significativas, era asistido, y tenía, por lo tanto, lo que llamamos una ‘muerte digna’, pudiendo cerrar ciclos, hablar de sus anhelos, de sus deseos – si hubiera tiempo para eso.

En la era medieval, lo terrible era la muerte repentina, pues en esta situación se hacía difícil, si no imposible, los homenajes (Paiva, 2011). Vivíamos una intensa y profunda representación de la muerte sin culpa – la muerte era domesticada, familiar, casi organizada. Amigos y parientes del muerto se reunían para asistirlo en su última hora  – “durante siglos la muerte era un espectáculo público que nadie pensaría en esquivarse” (Ariès, 2003, p.22).

Hablar sobre la muerte, hoy en día, es algo temeroso, anticuado

Las personas reconocían la muerte de sí mismo. Sin embargo, eso se transformó. Del final del siglo XVIII en delante la muerte pasó a ser la ‘muerte del otro’. Pasó a ser vista como una violación, una ruptura, un fracaso, un impedimento y, en la imposibilidad de impedirla, decidimos silenciarla. Pasamos a ponerla fuera de nuestra vida, algo a ser escondido, camuflado. Siendo así, hablar sobre la muerte, hoy día, es algo feo, temeroso, anticuado. Por otro lado, existe una liviandad de la muerte. Los niños reciben juegos donde matan a personas y con eso, paradójicamente, ganan más vidas. En la TV los documentales muestran varios tipos de muertes, todas con apelo al espectáculo, en un desfilar de desesperaciones ajenas.

¿Por qué será que eso ocurrió? ¿En que momento pasamos a esconder y a negar la muerte próxima a nosotros y la banalizamos en el contexto social? ¿Cuándo fue que decidimos que sería mejor hospitalizar al enfermo para que él muriera lejos de casa y, en la mayor parte de las veces, con sólo un acompañante al lado del lecho, mientras nos perdemos, asustados, con imágenes en las TVs y en los periódicos? ¿Por qué tenemos tanto miedo de hablar sobre lo inevitable, dejando de reflexionar sobre tantas posibilidades?

Para comprender mejor la actualidad, necesitamos volver un poco nuestros ojos al pasado. En el siglo XIX, después del advenimiento del iluminismo, con sus ideas innovadoras, surge un movimiento bautizado como positivismo, idealizado por el sociólogo francés Auguste Comte. Estos nuevos tiempos, la única forma aceptable de conocimiento eran los nacidos a partir de las ciencias dicha ‘naturales’, a través de las observaciones empíricas. Inició para el mundo la era del intelecto, en contraposición a las reglas teológicas de la era medieval. Sólo a través del uso de la razón el hombre podría aproximarse a la verdad. No existiría, según esta nueva forma de pensar, otro medio para eso. Entonces, basado en las ciencias médicas, donde el bueno era el limpio, el higiénico, el puro, el saludable, se inició un movimiento de higiene social, donde la muerte se hace incapaz por denunciar un fracaso de la ciencia, de lo bueno, de lo saludable. La muerte pasa a ser vista como un error, un disturbio, algo sucio que debe ser escondido. En el siglo XX, la hospitalización de las enfermedades terminales y la distanásia¹ se hicieron prácticas comunes. Y así es.

Hoy, continuamos evitando hablar de la muerte, con miedo de que ella venga y nos lleve. Tenemos recelo de sentir la angustia de nuestra propia finitud, entonces decidimos que no tenemos que comentar sobre eso.

Y, entre los espíritas, ¿cómo es hablar sobre la muerte? Para nosotros, la muerte sólo habla respecto al cuerpo, pero, aún así, aún sabiendo de esta bendición que es la vida después de la vida, muchos espíritas continúan respondiendo las preguntas relativas a la muerte de manera parecida a la madre de nuestra historia: “¡Creo! ¡Vuelve esta boca para allá!”. Pocos aceptan esta posibilidad con tranquilidad, acatando que esta es una realidad inevitable y que es preciso reflexionar sobre ella. Pocos responden: “Puede ser que tengamos que partir aún hoy, realmente, entonces es mejor nos organicemos todos los días para eso”.

Es urgente llevar el tema muerte para las escuelas

Otro aspecto a ser destacado es la percepción de la falta de preparación que los profesionales de la salud, de un modo general, presentan para lidiar con el fenómeno de la muerte2. Durante el periodo de su master, la Dra. Lucélia Paiva, psicóloga con actuación clínica, hospitalaria y educacional, se encontró con esta realidad. Los profesionales relataron su falta de preparación en las cuestiones de la muerte, lo que generaba gran angustia – y lo peor – una angustia negada, no hablada, no compartida y, por lo tanto, no elaborada. La defensa de estos profesionales muchas veces es el aislamiento, una distancia psíquica, con la finalidad del blindaje emocional – lo que los ‘protege’ de las pérdidas, haciéndolos, en contrapartida, poco humanizados. “La exclusión de las emociones, a veces, es transformada por medio de la racionalización, en una técnica científica, aparentemente necesaria al buen desempeño del trabajo. Estamos hablando de la pretendida “neutralidad”, la cual justifica la falta de relación con el paciente, protegiendo al profesional del sufrimiento frente a la muerte del otro. Sin embargo, este fenómeno también lo aleja de la vida y de la conciencia de su mortalidad.”  (Quintana, 2009). Fue por este motivo que en su tesis de doctorado, la Dra. Lucélia lanzó un nuevo mirar sobre estas cuestiones, indicando la urgencia de llevar el tema muerte para las escuelas, entendiendo que ya de niños necesitamos tener contacto con esta realidad, de acuerdo con nuestra franja etária, en un lenguaje específico, dentro de un contexto donde el niño pueda exponer sus dudas, sus angustias y anhelos, recibiendo, en contrapartida, las informaciones que necesita, el acogimiento para seguir adelante, más fortalecido para dar cuenta, a lo largo de su vida, de las tantas situaciones de pérdida que ciertamente ocurrirán. Provistos de estas herramientas, podrán, en el debido momento, escoger sus profesiones de tal forma que, conocedores de los desafíos asociados, estas no sean fuente de enorme angustia, al tiempo que su actuación en el mundo pueda ser más eficaz, más completa, más humana.

¿Pero cómo podemos hablar sobre la muerte con niños, si este tema nos causa tanto dolor, tanto sufrimiento? ¿De qué forma podemos pasar conceptos, permitiendo reflexiones, con tanta ansiedad asociada?

La Dra. Lucélia Paiva propone, en su libro El Arte de Hablar de la Muerte Para Niños, que utilicemos la literatura infantil para abordar este tema. Citando Torres (1999), afirma que “para hablar de muerte con los niños, es importante que se utilice un lenguaje simple y directo con ellos, así como una información real acerca de la muerte, pues ellos tienen una comprensión literal del lenguaje”. Y completa: “(...) Las historias estimulan la imaginación y ayudan al niño a trabajar con cosas con las cuales no consigue lidiar. Ella pone sus propias emociones en la historia”. (Paiva, 2011). Nosotros, espíritas, tenemos condiciones de ayudarlos a lidiar con estas cuestiones, desde bien pronto, utilizando los recursos literarios, del acogimiento, de la escucha comprensiva, aliados al conocimiento adquirido con la Doctrina que abrazamos.

Según Jesús, aquellos que se apegan a la vida la perderán

Herculano Pires, el filósofo espírita, en su obra Educación para la Muerte, muestra como el ser humano debe ser educado, no sólo para esta vida, sino también preparándose, a través de su perfeccionamiento intelectual y moral, para las próximas existencias, dentro del largo proceso evolutivo. Luego en la introducción de la obra leemos que “para los materialistas, el título ‘Educación para la Muerte’ significa ‘Educación para la Nada’. Para aquel, sin embargo, que entrevé la inmortalidad del alma, ese título se hace grandioso, pues él comprende que la muerte nada más es que el término de una experiencia material y el retorno a la vida libre del Espíritu”. Más adelante, en el primer párrafo del primer capítulo, el autor deja claro el objetivo de sus escritos: “Voy a acostarme para dormir. Pero puedo morir durante el sueño. Estoy bien, no tengo ningún motivo especial para pensar en la muerte en este momento. Ni para desearla. Pero la muerte no es una opción, ni una posibilidad. Es una certeza. Cuando el Jurado de Atenas condenó a Sócrates a la muerte en vez de darle un premio, su mujer corrió afligida para la prisión, gritándole: “Sócrates, los jueces te condenaron a la muerte”. El filósofo respondió tranquilamente: “Ellos también ya están condenados”. La mujer insistió en su desesperación: “¡Pero es una sentencia injusta!”. Y él preguntó: “¿Preferías que fuera justa?”. La serenidad de Sócrates era el producto de un proceso educacional: la Educación para la Muerte. Es curioso notar que en nuestro tiempo sólo cuidamos de la Educación para la Vida. Nos olvidamos de que vivimos para morir. La muerte es nuestro fin inevitable. No obstante, llegamos generalmente a ella sin la menor preparación”. (Pires, 1996).

La educación para la muerte sería, por lo tanto, un “proceso educacional que tiende a ajustar educándolos a la realidad de la Vida, que no consiste sólo en el vivir, sino también en el existir y en el trascender”. (Pires, 1996). Nada tiene que ver con saber de qué forma conquistar el espacio en el cielo. Tampoco se trata de prepararse sólo para el último momento, sino, conocedores de nuestra finitud, reflejar sobre la vida que queremos llevar, lo que necesitamos hacer, dónde y de qué forma deseamos ir... Eso todo es, fundamentalmente, una educación para la muerte que se traduce en la forma de ser en el mundo, en educación para la vida. y más: para la vida más allá de esta vida, y así por delante.

Por eso Jesús enseñó que aquellos que se apegan a la propia vida la perderán, y los que la pierden, en verdad, la ganarán. (Marcos, 8:35). Sólo cuando nos damos cuenta de que necesitaremos dejar la vida y que necesitamos, en el ahora, trabajar por nuestra trascendencia, es que tendremos ‘vida en abundancia’, o sea, la verdadera vida, la vida del Espíritu – nuestra verdadera existencia.

Las muchas muertes en una vida

Hasta aquí discutimos, aunque superficialmente, la necesidad de hablar sobre la muerte física – el in extremis vitae. Sin embargo, nosotros, seres humanos, somos impulsados para la evolución a través de mil y una muertes en sólo una existencia, en un desfilar de ciclos, de procesos que se inician y se acaban, volviéndonos más experimentados, más maduros, de acuerdo con una forma de enfrentamiento delante de tales finalizaciones.

En el momento de la concepción, aunque muchos señalicen que allí se inicia una nueva vida, podemos afirmar que, concomitantemente, ocurrió una muerte – el final de una fase para el Espíritu inmortal, donde él tiene que abrirse a su verdadera casa para adentrar en las densas garras del mundo físico, perdiendo su lucidez espiritual para pasar a actuar dentro de brumas espesas, disminuyendo sobremanera su percepción de una realidad mayor. En muchos casos sólo el olvido del pasado permite un realinear menos traumático para el reencarnante.

(Este artigo será concluído na próxima edição desta revista.)


 


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Revista Semanal de Divulgación Espirita