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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 5 224 – 28 de Agosto de 2011 

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 El tesoro escondido
 

Cierta vez, en una pequeña ciudad, vivía un hombre que trabajó toda la vida para amontonar riquezas. Así procedía, afirmaba él, para dejar a los hijos amparados después de su muerte y sin necesidad de trabajar para garantizar el propio sustento.

Para eso, no midió esfuerzos. Vivía de forma muy simple, donde faltaba, no era raro, hasta lo necesario, en el afán de economizar cada vez más.

La familia no tenía ningún confort. La esposa trabajaba

duro el día entero y, a veces, sintiéndose cansada pedía:
 

— Manoel, me siento enferma, enflaquecida, tengo dolores por todo el cuerpo. ¿Podríamos buscar a alguien que me ayudara en el servicio doméstico?

— De ninguna manera, Alzira. ¡Esas empleadas cobran una fortuna! No podemos disponer de ese dinero.

Otras veces era la hija que, necesitando comprar

ropas o calzados, se atrevía a pedir dinero al padre. Manoel replicaba colérico:

— ¿Tú piensas que el dinero nace en los árboles? No puedo pagar tus lujos.

Y la hija se alejaba, triste y desanimada, soñando con el día en que pudiera salir de casa para tener una vida mejor.

O entonces era el hijo que necesitaba comprar material escolar, y encontraba al padre implacable:

— Al comienzo del año ya compré todo lo que tú necesitabas. ¡No gastaré un centavo más siquiera!

Y el hijo, revuelto, salía rumiando su decepción.

Y así él actuaba con todos. Los mendigos que venían a tocar a la puerta suplicando un plato de comida, Manoel los expulsaba sin piedad.

Cuando los responsables por alguna institución benéfica se atrevían a pedirle ayuda para sus servicios de caridad junto a los más necesitados, Manoel relataba una serie de dificultades con la familia, gastos excesivos, cuentas inesperadas, y concluía:

— ¡Infelizmente, no puedo ayudar!

El tiempo pasó. Manoel consiguió juntar una inmensa fortuna que guardaba siempre, tacañamente. Como no confiara en nadie, ni aún en una agencia bancaria, escondió todo lo que hubo juntado dentro de su viejo colchón. Quería tener su tesoro siempre cerca de sí, bajo su vista.
 

La esposa se quejaba de dolores en la espalda, sugiriendo que intercambiaran por lo menos el colchón, viejo y remendado, ya sin condiciones de uso. Manoel, rabioso, con el dedo en ristre ordenaba:

— ¡Jamás! No revuelvas en “mí” colchón. ¡Me gusta del modo que está!

El hijo, no soportando más tanta miseria, salió de casa yendo a vivir con un amigo y se extravió, haciéndose un alcohólico. La hija se casó con el primer hombre que surgió en su vida, para poder librarse de la situación de pobreza, y no era feliz. Sólo Alzira continuaba con el marido, ya que no tenía a quien recurrir o para donde ir.

Cierto día, Manoel se sintió mal. Socorrido, fue llevado para el hospital, donde vino a desencarnar.

Algunos días después, Alzira y los hijos se reunieron para resolver qué hacer con las pertenencias del fallecido Manoel.

La primera cosa que decidieron fue hacer fuego en el colchón que él tanto apreciaba. Los hijos lo llevaron para el patio, extrañando el peso, pero jamás podrían imaginar que allí estuviera depositado un inmenso tesoro.

Y Manoel, del otro lado de la vida, desesperado, no pudo impedirlo. Bajo terrible aflicción, vio las llamas consumar el esfuerzo de toda una vida.

Sólo entonces Manoel se acordó de las palabras de Jesús: “No acumuléis tesoros en la Tierra, donde la herrumbre y los gusanos los comen y donde los ladrones los desentierran y roban; acumulad tesoros en el cielo, donde ni la herrumbre, ni los gusanos los consumen...”

El tesoro de él no había sido robado por ladrones, o consumido por la herrumbre o por los gusanos, sino devorado por las llamas.

El pobre hombre percibió que había perdido gran parte de la existencia acumulando bienes materiales que ni a él aún sirvieron. Hubo vivido de forma miserable, se había privado de confort, de bienestar y se hubo agotado en el trabajo. Y, lo que era peor, con su comportamiento, había perdido el amor de la familia.

En cuanto a los tesoros del cielo, que son imperecederos, él no se había preocupado en juntar. Con tristeza percibía ahora cuánto podría haber hecho por los hijos, dándoles una vida confortable, facilitándoles la educación y preparándolos para ser ciudadanos dignos, trabajadores y útiles a la sociedad.

Manoel, por primera vez, se acordó de orar a Dios. Y, profundamente arrepentido, suplicó al Señor le concediera nueva oportunidad de volver a la Tierra, en un nuevo cuerpo, para notar los daños que había cometido.
 

                         Leon Tolstoi

 

(Conto psicografado por Célia X. de Camargo na cidade de Rolândia-PR, em 19/6/1998.) 

                                                         
                          



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Revista Semanal de Divulgación Espirita