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Año 3 – Nº 140 10 de Enero del 2010


 

Traducción
ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
 

De mil pasará, pero
al 2000 no llegará…

 
Asunto que alguna vez que otra es tema de las producciones del cine, el llamado final de los tiempos asustó mucha gente a la vísperas del año 2000, tal como habría ocurrido, según algunos historiadores, por ocasión del año 1000, hecho que dio origen a una conocida frase: “De mil pasará, pero al 2000 no llegará”.

En aquella ocasión, el resultado de la creencia en el fin del mundo fue un desastre. Nadie más quiso trabajar ni estudiar; no se comenzaba ninguna obra nueva; las clases acomodadas cuidaban de aprovechar la vida, de gozar lo más posible, ya que en poco tiempo nada más existiría...

Llegó, sin embargo, el año 1000 y nada ocurrió. El Sol continuó brillando todos los días, las estaciones llegaron a su tiempo y la decepción de algunos, al lado de la alegría de muchos, fue importante. Los individuos interesados en la perpetuación de la creencia en el fin del mundo arreglaron inmediatamente una disculpa: había habido un error de cuenta y el fin del mundo sería al año siguiente. Pasó ese año más y nada sucedió. Aparecieron entonces otras personas, mentirosas o interesadas, que declararon que la fecha de mil años debería ser contada a partir de la muerte de Jesús y no de su nacimiento – y todo el mundo tuvo que esperar 33 años más. El tiempo corrió, vinieron los 33 años de espera, ¡y nada! La Tierra continuaba girando como siempre, viva como nunca, a pesar de las explicaciones de los sabios de la teología. La profecía del Milenio acabó, por fin, desacreditada, desmoralizada incluso, y los hombres volvieron al ritmo normal de la vida.

No existe en ningún lugar de los llamados libros sagrados ninguna alusión a la fecha de extinción de nuestro mundo. Todo lo que se habla por ahí, en nombre de las diversas religiones, es más o menos la repetición de la profecía a que aludimos. ¿Cómo el mundo no  finalizó el año 1000, quien sabe si no finalizaría el año 2000? Pero lo que existe sobre el asunto no pasa de mera hipótesis.

En efecto, conforme el evangelista Marcos, Jesús había afirmado, acerca de ese día o de esa hora, que “nadie sabe cuando ha de ser, ni los ángeles del cielo, ni el hijo, más sólo el Padre” (Marcos, 13:32). Así, caso vaya a ocurrir un día la extinción de este planeta, sólo Dios sabe si eso se dará y cuando.

Existe, además, otro aspecto a considerar en lo tocante al llamado final de los tiempos. Según las anotaciones de Mateo, después de la descripción de los dolores, de las tristezas y del cuadro de desolación general que se abatirá sobre el planeta, Jesús declaró: “Se levantarán muchos falsos profetas que seducirán a muchas personas; y porque abundará la iniquidad, la caridad de muchos se enfriará; pero aquel que perseverara hasta el fin será salvado. Y este Evangelio del reino será predicado en toda la Tierra, para servir de testimonio a todas las naciones. Es entonces que el fin llegará” (Mateo, 24:11-14).

Tales palabras significan que el fin del mundo vendrá cuando el Evangelio sea predicado en todas partes. Ahora, no tiene lógica suponer que Dios destruirá la Tierra justamente cuando ella está ingresando en el camino de su restauración moral por la práctica de las enseñanzas evangélicas. Y más: nada hay en las palabras de Cristo que sugiera la destrucción física del planeta, hecho que, en tales condiciones, no se justificaría.

Allan Kardec, el Codificador del Espiritismo, da a la profecía otro sentido, acorde con las enseñanzas de los Espíritus superiores acerca de la Tierra y de la vida en otros planetas. En efecto, la Tierra es un planeta bien grosero, un mundo de pruebas y expiaciones, en que el mal predomina. Debajo de ella, en términos evolutivos, solamente los mundos primitivos; por encima de ella, tres categorías de planetas: mundos de regeneración, mundos felices y mundos celestes. Nuestro planeta tiene, por lo tanto, un ancho destino a su frente, y el cambio que en él se espera es su elevación a la condición de mundo regenerador, en que las personas autorizadas a el nacer tendrán dentro de sí el germen de la doctrina cristiana, que aún dará frutos sabrosos y en gran cantidad en el planeta en que vivimos.

Es, pues, el fin del mundo viejo, del mundo gobernado por los prejuicios, por el orgullo, por el egoísmo, por el fanatismo, por la codicia, por todas las pasiones pecaminosas, a que Cristo aludió al decir: “Cuando el Evangelio sea predicado por toda la Tierra, entonces es que vendrá el fin”.


 


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O Consolador
 
Revista Semanal de Divulgación Espirita