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Año 3 134 – 22 de Noviembre del 2009


 

Traducción
ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
 

Las amarguras de la vida en una perspectiva espírita

 
 
Hay entre las personas quien no acepta la llamada ley de causa y efecto y atribuye las amarguras de la vida a la obra del acaso.

Pensar así equivale a no creer que existe Dios y admitir que estamos todos inmersos en algo que no presenta la mínima sabiduría o cualquier cosa parecida con lo que entendemos sea la misericordia, ya que el mundo nos presenta cada momento situaciones desesperantes, que harían secar nuestra fe si no pudieran recibir una explicación racional a la luz de las enseñanzas de Cristo.

Veamos el ejemplo siguiente.

El muchacho nació en la zona rural, hijo de un pequeño agricultor. No conoció en la infancia y en la juventud las acritudes de la vida. Pero, una vez casado, vio al padre obligado a disponer de su tierra, en el transcurso de cosechas que no rindieron y de los intereses bancarios exagerados, y, como en un pase de mágica, todos los de su familia pasaron de ser labradores autónomos, a la condición de asalariados.

Algún tiempo después, helo en una hacienda de caña de azúcar. La existencia difícil era compensada por un hogar donde cinco hijos pequeños le traían la alegría de vivir. Fue entonces que, en un momento fatídico e inesperado, un ligero descuido en la labranza lo hizo perder el brazo derecho y, así pues, su instrumento de trabajo, como servidor agricultor que era.

No es preciso decir que su patrón no tomó conocimiento del hecho, y el humilde servidor de la granja tuvo que abandonar la hacienda, buscando en una ciudad mayor una oportunidad de sobrevivir y mantener a la familia, aunque sin empleo y sin nadie a quién recurrir.

El lector sabe cual ha sido el destino de esas personas. Claro que, en el caso de arriba, que es un hecho que realmente ocurrió, la pareja y los cinco hijos fueron a parar a la periferia de una gran ciudad, más precisamente en una de las chabolas que la cercan, y fueron personas bondadosas de aquel rincón que, condolidas con aquel cuadro inusitado, le proporcionaron la edificación de una barraca sencilla, hecho con restos de madera, plástico y cartón, donde la familia pasó a vivir, dando inicio a una fase más – una fase de nuevas dificultades – en su corta existencia en la Tierra.

Fue de ese modo que algunas personas conectadas a la asistencia social espírita lo conocieron. El muchacho se dedicaba ahora a recoger papeles y a limpiar terrenos y patios, con lo que reunía algunos parcos recursos, claramente insuficientes, para alimentar y vestir  a sí mismo y a los hijos.

Rememoremos el caso.  

Primero, perdió la propiedad rural, que simbolizaba la solidez y la seguridad de sus padres y de él mismo. Enseguida perdió parte de su propio cuerpo y con él, el empleo. Ahora, iniciaba una vida nueva, aceptando con paciencia y resignación vicisitudes duras que él, con certeza, ignora por qué tocaron a su puerta, pero que le produjeron beneficios incalculables y duraderos, considerándose la transitoriedad de esos percances en base a la grandeza de la vida espiritual, que es eterna.

Las vicisitudes de la vida – enseña el Espiritismo – tienen dos fuentes distintas. Unas tienen su causa en la existencia actual, otras fuera de ella. En cualquier caso, tienen siempre una finalidad justa e importante. “Nada en el mundo se hace sin un objetivo inteligente y cada cosa tiene su razón de ser”, enseñan los inmortales.

Pensar lo contrario es admitir el acaso o lo que es mucho peor, equivale a imaginar que Dios no es más de un padre caprichoso que se engrandece con el sufrimiento de los hijos, mientras otros disfrutan la vida aparentemente en la mayor ventura.



 


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O Consolador
 
Revista Semanal de Divulgación Espirita