Especial

por Rogério Coelho

La muerte y su problema

 

La muerte es un fenómeno inherente de la vida, que no puede ser desconsiderado.


La notable profesora Joanna de Ângelis, la muy querida mentora espiritual de Divaldo Franco, aborda con mucha propiedad la recurrente cuestión de la muerte, su implicación psicológica, la desesperación envuelta, en fin, muestra que esa “(...) fatalidad biológica, (la muerte) es fenómeno habitual de la vida”. (El Hombre Integral, cap. 9)

“En el engranaje molecular, se asocian y se desagregan par­tículas, transformándose a través del impositivo que las constituye, en base a la finalidad específica de cada una. Por efecto, lo mismo ocurre con el cuerpo, en lo que resulta el fenómeno conocido como muerte.

Desinformado en cuanto a los mecanismos de la forma y de la fun­cionalidad orgánica, desestructurado psicológicamente, el hombre teme la muerte, en razón del atavismo representativo del fin de la vida, de la debilidad del ser.

En variadas culturas primitivas y contemporáneas, para huir a la realidad de esta inevitable ocurrencia, fueron crea­dos ceremoniales y cultos religiosos que pretenden disminuir el funesto acontecimiento, escamoteándolo, al tiempo en que se adorna al muerto de esperanza en cuanto a la sobrevivencia. En muchas sociedades del pasado, era común colocar entre los dientes de los fallecidos una moneda de oro, para re­compensar al barquero encargado de conducirlo al otro margen del río de la Vida. En Grecia, particularmente, este uso se volvió normal, buscando compensar la avaricia de Caronte, que amenazaba dejar vagando a los que no pagaban, en cuan­do la travesía del río Estige, según su Mitología.

Modernamente, repitiendo los embalsamamientos en que se destacaron los egipcios, en las Casas de los Muertos, se busca embellecer a los difuntos para que den la impresión de vida y bienestar, así liberando a los vivos de los temores y de las reminiscencias amargas. Todavía, por más que se enmascare la verdad, llega el momento en que todos la enfrentan sin escapismo, invitados a vivirla. La muerte es un fenómeno integrado de la vida, que no puede ser desconsiderado.

Neurosis y psicosis graves se establecen en el individuo en razón del miedo a la muerte, paradójicamente, en las expresiones maníaco-depresivas, llevando al paciente a suicidarse ante el temor de aguardarla.

En un análisis psicológico profundo, el hombre teme la muerte, porque recela la vida. Transfiere, inconscientemente, el pavor de la existencia física para el de la destrucción o transformación de los cumplimientos que la constituyen. Acostumbrado a evadirse de las responsabilidades, mediante los mecanismos disculpistas, el inexorable acontecimiento de la muerte se le vuelve un desafio que le gustaría de no enfrentar, por conciencia, quizá, de culpa, pasando a detestar ese enfrentamiento. Para huir, se sumerge en la embriaguez de los sentidos consu­midores y de las emociones perturbadoras, abreviando el tiempo por el desgaste de las energías mantenedoras del cuerpo físico. El hombre, creyéndose precabido y ambicioso, aplica el tiempo en la preparación del futuro y en la preservación del presen­te. Entretanto, podría y debería invertir parte de él en la refle­xión del fenómeno de la muerte, de modo a considerarlo natural y aguardarlo con tranquila disposición emocional. Ni de­seando o, siquiera, evitando esquivarlo. La educación que se le suministra desde pronto, en base al mis­mo atavismo aterrador de la muerte, es centrada en el placer, en las delicias del ego, en las ventajas que puede sacar del cuerpo, sin el correspondiente análisis de temporalidad y fragilidad de que se revisten. Gracias a esa inadvertencia le surgen los conflictos, las fobias, la inseguridad.

Un momento diario de análisis, en torno a la vida física, predispone a la criatura a proyectar el pensamiento para más allá del portal de ceniza y de lodo en que se deteriora la organización somática. Todo, en el mundo físico, es impermanente, y tal impermanencia puede ser vista bajo dos formas: la exterior o grose­ra, y la interior o sutil. Nada es siempre igual, pese a la apariencia que preserva en los periodos de tiempo diferentes. Por esto mismo, todo se encuentra en incesante alteración en el campo de las micropartículas hasta el instante en que la forma se modifica - fase sutil de impermanencia. Un objeto que se rompe y un cuerpo, ve­getal, animal y humano, que muere, pasan por la fase de la tran­sición exterior grosera para otra estructura, experimen­tando la muerte.

La muerte, todavía, no elimina el continuum de la conscien­cia, después de la disyunción cadavérica. Si, desde pronto, se crea el hábito de la meditación al respecto de la consciencia sobreviviente, independiente del cuerpo, la muerte pierde su efecto tabú de aniquiladora, odiosa destruidora del ideal, del ser, de la vida. El tradicional enigma de lo que ocurre después de la muerte debe ser de interés relevante para el hombre que, meditando, encuentra el camino para descifrarlo. Se deja arrastar por el pa­vor o no le da cualquier importancia constituyen compor­tamientos alienantes.

La curiosidad por lo desconocido, la tendencia de investigar los fenómenos nuevos son atracciones para la mente investigadora, que encuentra recursos hábiles para los emprendimientos. La intuición de la vida, el instinto de preservación de la existencia, las experiencias psíquicas del pasado y parapsicológicas del presente demuestran que la muerte es un vehículo de transferencia del ser energético pensante, de una fase o estadio vibra­torio para otro, sin expresiva alteración estructural de su psicología. Así, se muere como se vive, con los mismos contenidos psicológicos que son los cimientos (inconsciencia) del yo racional (consciencia.) En esta panorámica de la vida (en el cuerpo) y de la muerte (del cuer­po) resalta un factor decisivo en el comportamiento humano: el apego a la materia, con las consecuentes emociones perturbado­ras y extractos del comportamiento contaminados, yacentes en la personalidad. Bajo un punto de vista, la manifestación del instinto de conservación es valiosa, por limitar los arrebatos del hombre que, delante de cualquier vicisitud, apelaría para el suicidio, cual ocurrre con ciertos psicopatas. De cierto modo, frenado, in­conscientemente, enfrenta los problemas y los supera con la acción eficiente de su esfuerzo dirigido correctamente.

Por otro lado, los esclarecimientos religiosos, no obstante la multiplicidad de sus enfoques, demostrando que la muerte es periodo de transición entre dos fases de la vida, contribuyen para desmitificar el pavor del aniquilamiento.

Definitivamente, las experiencias psíquicas, parapsicológicas y mediúmnicas, provocadas o naturales, han traído im­portante contribución para ecuacionar el problema de la muerte, dando sentido a la existencia. Conscienciándose, el hombre, de la continuidad del ser pensante después de las transformaciones del cuerpo a través de la muerte de la forma, se le alteran, totalmente, los conceptos sobre la vida y su conducta en el transcurso de la experiencia orgánica.  De cualquier forma, reservar espacios mentales para el desa­pego de las cosas, de las personas y de las posiciones, analizando la ine­vitabilidad de la muerte, que obliga al individuo a dejar todo, es una terapia saludable y necesaria para un tránsito feliz por el mundo objetivo.”

Léon Denis, el extraordinario escritor francés, nos trae un alentado estudio (El problema del ser, del destino y del dolor) sobre la muerte y el morir, con muy interesantes deducciones que pasamos a usted lector amigo: “(...) la muerte es un simple cambio de estado. La destrucción de una forma frágil que ya no proporciona a la vida las condiciones necesarias a su funcionamiento y a su evolución. Para más allá de la sepultura se abre una nueva fase de existencia. El Espíritu, debajo de su forma fluidica imponderable, se prepara para nuevas encarnaciones; encuentra en su estado mental los frutos de la existencia que finalizó.

Por todas partes se encuentra la vida. La Naturaleza en­tera nos muestra, en su maravilloso panorama, la reno­vación perpetua de todas las cosas. En parte alguna hay la muerte como, en general, es considerada entre nosotros, en parte alguna hay el aniquilamiento; ningún ente puede perecer en su principio de vida, en su unidad consciente. El Universo trasborda de vida física y psíquica. Por todas partes el inmenso numero de los seres, la elaboración de almas que, cuando escapan a las demoradas y oscuras preparaciones de la materia, es para proseguir, en las etapas de la luz, su ascensión magnífica.

La vida del hombre es como el Sol de las regiones polares durante el estio. Desciende despacio, baja, va debilitándose, parece desaparecer un instante por debajo del hori­zonte. Es el fin, en apariencia; pero, luego después, vuelve a elevarse, para nuevamente describir su orbita inmen­sa en el cielo.

La muerte es apenas un eclipse momentáneo en la gran revolución de nuestras existencias; pero basta ese ins­tante para revelarnos el sentido grave y profundo de la vida. La propia muerte puede tener también su nobleza, su grandeza. No debemos temerla, sino antes esforzarnos por embellecerla, preparándose cada uno constan­temente para ella, por la investigación y conquista de la belleza moral, la belleza del Espíritu que moldea el cuerpo y lo adorna con un reflejo augusto en la hora de las separaciones supre­mas. La manera por la que cada cual sabe morir, es ya, por sí misma, una indicación de lo que para cada uno de nosotros será la vida del Espacio.  Hay como que una luz fría y pura alrededor de la almohada de ciertos lechos de muerte. Rostros, hasta ahí insignifi­cantes, parecen aureolados por claridades del Más Allá. Un silencio imponente se hace en vuelta de aquellos que dejaron la Tierra. Los vivos, testimonios de la muerte, sienten gran­des y austeros pensamientos desprenderse del fondo banal de sus impresiones habituales, dando alguna belleza a su vida interior. El odio y las malas pasiones no resisten a ese espectáculo. Ante el cuerpo de un enemigo ablanda toda la animosidad, se disipa todo el deseo de venganza. Junto a un esquife, el perdón parece más fácil, más imperioso el deber.

Toda muerte es un parto, un renacimiento; es la ma­nifestación de una vida hasta ahí latente en nosotros, vida invi­sible de la Tierra, que va a reunirse a la vida invisible del Es­pacio. Después de cierto tiempo de perturbación, nos volvemos al contrario, más allá de la tumba, en la plenitud de nuestras facultades y de nuestra consciencia, junto a los seres ama­dos que participaron de las horas tristes o alegres de nuestra existencia terrestre. La tumba apenas cierra después. Elevemos más alto nuestros pensamientos y nuestros recuerdos, si quisiéramos encontrar de nuevo el rastro de las almas que nos fueron queridas... No pidas a las piedras del sepulcro el secreto de la vida. Los huesos y las cenizas que allá yacen nada son, queda sabiendo. Las almas que los animaron dejaron esos lugares, revi­ven en formas más sutiles, más apuradas. Del seno de lo invisible, a donde les llegan vuestras oraciones y las conmueven, ellas os siguen con la vista, os responden y os sonríen... La Revelación Espírita nos enseñará a comunicar con ellas, a unir vuestros sentimientos en un mismo amor, en una esperanza inefable. Muchas veces, los seres que lloráis y que vais a buscarlo en el cementerio, están a vuestro lado. Vienen a velar por vosotros aquellos que fueron el amparo de vuestra juventud, que os mecieron en los brazos, los amigos, compañeros de vue­stras alegrías y de vuestros dolores, así como todas las for­mas, todos los tiernos fantasmas de los seres que encontraste en vuestro camino, los cuales participaron de vuestra existencia y llevaron consigo alguna cosa de vosotros mis­mos, de vuestra alma y de vuestro corazón. Alrededor de vosotros fluctuan la multitud de los hombres que desaparecieron en la muerte, multitud confusa, que revive, os llama y muestra el ca­mino que tenéis que recorrer. ¡Oh muerte, ah serena majestad! tú, de quien hacen un espantajo, es para el pensador simplemente un mo­mento de descanso, la transición entre dos actos del destino, de los cuales uno acaba y el otro se prepara. Cuando mí pobre alma, errante hace tantos siglos a través de los mundos, después de muchas luchas, vicisitudes y decepciones, después de muchas ilusiones deshechas y esperanzas aplazadas, fuera a reposar de nuevo en tu seno, será con alegría que saludará la aurora de la vida fluidica; será con ebriedad que se elevará del polvo terrestre, a través de los espacios insondables, en dirección a quellos a quien estremeció en este mundo y que la esperan. Para la mayor parte de los hombres, la muerte continúa siendo el gran misterio, el sombrio problema, que nadie osa mirar de frente. Para nosotros, ella es la hora bendita en que el cuerpo cansado vuelve a la gran Naturaleza para dejar a la Psique, su prisionera, libre pasaje para la Patria Eterna.

Esta patria es la Inmensidad radiante, llena de soles y de esferas. ¡Junto a ellos, como ha de parecer raquítica nuestra pobre Terra! El Infinito la envuelve por todos los lados. El infinito en la extensión y el infinito en la duración, he lo que se nos depara, quiera se trate del alma, quiera se trate del Universo.  Así como cada una de nuestras existencias tiene su término y ha de desaparecer, para dar lugar a otra vida, así también cada uno de los mundos sembrados en el Espaço tiene que morrir, para dar lugar a otros mundos más perfectos. Día vendrá en que la vida humana se extinguirá en el globo enfriado. La Tierra, vasta necrópolis, rodará, lúgubre, en la amplitud silenciosa. Han de elevarse ruinas imponentes en los lugares donde existierón Roma, París, Constantinopla, cadáveres de capitales, últimos vestígios de las razas extinguidas, libros gigantescos de piedra que ninguna mirada carnal volverá a leer. Pero la Humanidad habrá desaparecido de la Tierra solamente para proseguir, en esferas más bien dotadas, la carrera de su ascensión. La oleada del progreso habrá impulsado a todas las almas terrestres para planetas más bien preparados para la vida. Es probable que civilizaciones pro­digiosas florezcan a ese tiempo en Saturno y Júpiter; allí se han de expandir humanidades renacidas en una glo­ria incomparable. Allá es el lugar futuro de los seres huma­nos, su nuevo campo de acción, los lugares bendecidos donde les será dado continuar a amar y trabajar para su perfeccionamiento. En medio de sus trabajos, el triste recuerdo de la Tierra vendrá tal vez a perseguir aun a esos Espíritus; pero, de las alturas alcanzadas, la memoria de los dolores sufridos, de las pruebas soportadas, será apenas un estimulante para elevarse a mayores alturas. En vano la evocación del pasado les hará surgir a la vista los espectros de carne, los tristes despojos que yacen en las sepulturas terrestres. La voz de la sabiduría les dirá: “que importan las sombras que se fueron! Nada perece. Todo ser se transforma sobre los peldaños que conducen de esfera en esfera, de sol en sol, hasta Dios. Espíritu inmortal, acuérdate de esto: ¡la muerte no existe”.

 

Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 
 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita