Especial

por Marcos Paulo de Oliveira Santos

Navidad

Llegamos al periodo de mayor reflexión por parte de todos nosotros que somos adeptos del Cristianismo: ¡la Navidad!

Y, tal vez, sea un periodo de profundo significado por cuenta de la pandemia ocasionada por el nuevo coronavírus. Aquellos que llegamos hasta aquí, ya tenemos motivos de sobra para comemorar (con los cuidados necesarios) y agradecer al Autor de la Vida. ¡Al final, no fuimos víctimas del terrible vírus!

Por otro lado, millares de hermanos y hermanas nuestros, brasileños y brasileñas, así como de otras nacionalidades, no tuvieron la misma “suerte”. Muchas familias están enlutadas por la despedida repentina y por la imposibilidad del último adiós por cuestión de seguridad sanitaria. Otros deambulan, de hospital en hospital, en busca de camas en las unidades de terapia intensiva (UTI), sin éxito.

Persiste el caos en la salud pública, pese a los esfuerzos hercúleos de los profesionales de salud que visten la bata del Sistema Único de Salud (SUS) e intentan mantenerlo estoicamente, a pesar de todos los ataques políticos.

Los crímenes ocurren en el abultamiento de la Administración Pública con superfacturamiento de equipamientos y empleos (o a falta de estos), además, claro, de las conductas ético-morales lamentables de algunos servidores.

Altas autoridades, que deberían caminar al lado de la Ciencia y del buen sentido y propiciar los medios necesarios para salvaguardar sus pueblos, prefieren ignorar la realidad difícil e ironizan los esfuerzos para la consecución de una vacuna. Fomentan la falta de respeto al aislamiento social; no ofrecen servicios para la protección de las masas; divulgan y adoptan comportamientos esdrúxulos o anticientíficos y que en nada contribuyen para la disminución de la curva de infectados y, consecuentemente, de muertos...

¡Milicias digitales esparcen mentiras falsas sobre las posibles vacunas; sobre el conocimiento científico, en fin, una violencia digital contra la Ciencia como nunca antes visto!

¡El apagar de las luces de 2020 será emblemático! No por los desafios impuestos por el vírus, mas por la falta de respeto por parte de aquellos que deberían liderar y gobernar con sabiduría y que operan cuales vándalos morales; irresponsables y simplones. Y que, ciertamente, responderán un día delante de la Divina Conciencia por sus actos hostiles y por arrastrar a millares de incautos a la barca de Caronte.

Muchos perdieron sus fuentes de renta; sus medios de subsistencia. De una hora para otra, familias se vieron en situación de penuria.

El medio ambiente, sobre todo los biomas del Pantanal y del Amazona, fue devastado y los impactos climáticos de eso sentimos, especialmente en los meses de agosto y septiembre – ¡los de mayores temperaturas en todo el país! Asistimos, estupefactos, a los animales quemados y estertorando de dolor por causa de la acción humana. Y vimos, también, héroes anónimos dedicar sus vidas por la preservación de la fauna y de la flora...

Un año de contrastes.

Un año de dolor.

Un año de mucha reflexión.

Un año de partidas repentinas.

Un año de esperanza por el esfuerzo de millares de científicos en todo el mundo en busca de una vacuna para vencer al pequeño y poderoso vírus.

Ya tuve deseo de mencionar en este espacio de divulgación espírita el cuento del notable escritor russo Dostoievski, “El árbol de Navidad en la Casa del Cristo”.

Se trata de un libelo contra todas las formas de injusticia. Es un recordatorio al verdadero aniversariante en la noche de Navidad: el Cristo. Es una invitación para aquellos que gimen en los lechos de los hospitales, abandonados por el Estado que debería ofrecer un servicio de calidad y no lo hace (¡¿apenas por falta de cuantía?!).

Es un alivio para el alma de aquellos que vieron a sus entes queridos partir de manera repentina, sin ninguna posibilidad de un último adiós. Es la certeza de que hay un porvenir, a despecho del materialismo que oscurece nuestras vistas (temporalmente) para la realidad espiritual.

Es un cuento que demuestra que vale la pena hacer algo en pro de los otros, no apenas en época de festividades, mas por todo el año, porque hacer el bien es un bálsamo para el corazón y nos da un sentido a la existencia.

Es un cuento que demuestra que no adelanta ser rico materialmente y desprovisto de cualidades morales; ser insensible al dolor del prójimo, ser indiferente a las profundas desigualdades sociales que se difunden en nuestro país.

Es un cuento que, de manera implícita, evidencia que aquellos que tienen más condiciones, si realmente quisieran, pueden auxiliar a los desafortunados, no para que estos queden en condición de miserabilidad perenne a expensas de los otros, mas que puedan tener un auxilio inicial para adquirir la propia emancipación material y no ser un peso para el Estado.

¡Tengamos la certeza de que días mejores vendrán! Y que podamos, junto al Sublime Aniversariado, estar reunidos en oración y esperanzados de que Él pueda interceder junto al Creador para que tiempos nuevos y mejores vengan luego para todos nosotros. 

El cuento habla por sí y lo reproduzco, nuevamente, para nuestra reflexión en estos días navideños:

El árbol de Navidad en la Casa del Cristo

Era una vez un niño en un sótano, un niño de seis años, o menos aun. El pobrecito acababa de despertar, estremeciendo de frio bajo los harapos que lo cubrían. Cuando respiraba, un tufo blanco le salía de la boca, y él, sentado en el rincón de una sala, comenzó a soplar a propósito, para ver la nube moverse. Eso lo distraía, mas prefería más comer. Se aproximó varias veces al viejo colchón de paja, dura y seca como un pan de pobre, donde, con un saco por almohada, reposaba su madre enferma. ¿Cómo vino ella parar allí? Probablemente, llegando de otra ciudad, enfermó de súbito. La mujer que alquilaba ese sótano fue presa en la antevispera; los otros inquilinos se habían dispersado, para festejar la Navidad; el único que quedó, un trapero, cocinaba, hacía dos días, la borrachera con que celebró de antemano el nacimiento de Cristo. En otro rincón de la sala gemia una octogenaria reumática, antigua empleada de niños, que morían abandonados; no paraba de suspirar, de lamentarse y de maldecir contra el chico que, entre tanto, ni osaba aproximarse. En el corredor él encontró bebida, mas nada para comer, y ya llegó más de diez veces cerca de la madre para despertarla. La oscuridad le causaba una opresión angustiosa; ya estaba oscura y nadie apareció para encender el fuego. Palpó el rostro de la madre y quedó sorprendido: estaba helada y rígida como un muro. “Está haciendo frio”, pensó, con la mano inconscientemente posada en el hombro de la muerta; después sopló sobre los dedos para calentarlos, cogió un gorro que quedó encima de la cama y, procurando no hacer ruido, salió tanteando en la oscuridad. Ya habría salido antes si no fuese el miedo de encontrar en la escalera un enorme perro que oía ladrar todo el día. Mas ni lo vio hasta llegar a la calle.

¡Señor, qué gran ciudad! Nunca viera nada así. Donde él vivia las calles eran oscuras, iluminadas por una única farola. Las casas de madera, bajitas, vivían cerradas; apenas la noche caía, no se encontraba más alma viva; todos quedaban callados dentro de las casas y solo los perros, centenas, millares de perros, ladraban al relente. Mas, en compensación, podía calentarse, le daban de comer… mientras aquí… ¡Mí Dios! ¿no encontrará nada para comer? Y que alboroto, que animación, que claridad, cuanta gente, cuantos caballos y carros… y el frio, ¡que frio! La neblina helada en hilos en los hocicos de los caballos que galopan, las herraduras latiendo fuerte en las piedras de las calles, por sobre la nieve blanda; los paseantes resbalaban unos en los otros, empujándose y, ¡Dios del cielo, como le duele el estómago vacio y los deditos duros de frio! Un guarda pasa junto a él, se vuelve para fingir que no lo ve.

¡Aun una calle: como es larga! ¡No hay duda que va a ser aplastado; toda la gente grita, va, viene, corre; y qué claridad, qué claridad extraordinaria! ¿Qué es eso? ¡Ah! una gran vidriera,y  por detrás de la vidriera un cuarto con un árbol que va hasta el techo: es un pino, un árbol de Navidad lleno de luces, de pequeños objetos, de frutas doradas, rodeada de muñecas y caballitos. En el cuarto, corren niños limpios y bien vestidos; ríen, juegan, comen y beben. Una niña está bailando con un niño. ¡Cómo es bonita! Se oye la música a través de la vidriera.El pequeño mira todo con espanto; sonríe, mientras le duelen los dedos de sus pobres pies, y los de las manos, de tan rojos y duros, ya no se pueden doblar. Mas, de repente, el niño se acuerda del dolor de los dedos; comienza a llorar, corre, y encuentra otra vidriera, a través de la cual ve otra sala, con otro árbol; mas ahora hay mesas cubiertas de tartas de todas las calidades, tartas de almendras, rojas, amarillas, que cuatro ricas señoras distribuyen a todos los que entran. En todo momento la puerta se abre para dejar entrar hombres bien vestidos. Lentamente, el niño se aproxima, abre la puerta, entra de golpe. ¡Ay! Lo expulsan con gritos y gestos indignados. Una señora le metió una moneda en la mano, mientras lo empujaba para la calle. ¡Qué miedo! La moneda rodó en la escalera con un sonido claro: no pudo cerrar los dedos para cogerla. Entonces el chico se puso a caminar apresuradamente para lejos – sin saber para donde. Con voluntad de llorar, con miedo, sale a correr. Corre soplando en los dedos. Una sensación de angustia lo oprime, de sentirse tan solo y abandonado; mas luego se distrae. Señor, ¿que será? ¡Cuanta gente parada, mirando curiosamente! En una ventana, a través de la vidriera, tres enormes muñecos vestidos de rojo y verde parecen vivos: un viejo, sentado, toca el violín, y los otros dos, de pie, tienen en los brazos violines menores; todos mueven en cadencia las cabezas finas, se miran unos a los otros, mueven los labios; hablan, deben hablar – de verdad – y solo no se oye nada por causa del cristal. El niño pensó primero que eran personas vivas y, cuando comprendió que eran muñecos, se puso a reír. ¡Nunca vio muñecos así, ni imaginaba que pudiesen existir! Eran tan graciosos, tan divertidos que transformaron en risa su llanto. De repente, alguien lo empujó, por detrás. Un niño grande, malo, le dio un golpe en la cabeza, tirándole el gorro abajo, y después un puntapié. Rodó en el suelo, algunas personas comezaron a gritar; apavorado, se levantó y salió corriendo, sin saber para donde. Entró en un sótano, de un patio, se sentó detrás de un montón de leña. “Al menos aqui él no me encontrará, pensó; está demasiado oscuro.”

Se encogió todo, sin poder recobrar el aliento, tanto miedo tenía, y repentinamente – porque todo pasó en un segundo – lo invadió un gran bienestar, las manos y los pies cesaron de doler, y sintió calor, mucho calor, como si estuviese cerca de un fogón. Se sacudió todo; mas un poco, y dormía. ¡Como sería bueno dormir allí! “De aquí a poco, voy de nuevo a ver los muñecos”, pensó, sonriendo solo de recordar; “¡podía jurar que estaban vivos!” Y súbitamente le pareció oír a su madre cantándole una canción. “¡Mamá, voy a dormir; ¡ah! como es bueno dormir aquí!”

– Ven conmigo, vamos a ver el Árbol de Navidad, mí hijo – murmuró inesperadamente una voz de rara dulzura.

Juzgó que fuese su madre; mas no, no era ella. ¿Quién entonces lo llamó? No vio a nadie, mas alguién se echó sobre él, lo abrazó en la oscuridad; extendió los brazos y… de repente – ¡ah! ¡cómo todo quedó resplandeciente! ¡Que maravillosos árboles de Navidad! Mas não es un pino, nunca vio un árbol así. ¿Dónde estaba? Todo brilla, todo reluce, y en todas partes ve muñecas – no, no son muñecas, son niños y niñas; apenas son niños luminosos. Lo envolvieron, hacen rueda en torno de él; lo besan de pasada, lo cogen, lo llevan volando; también él vuela, y ve: ve a su madre, y le sonríe.

– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ah! ¡cómo está bueno aquí!

Abraza a los nuevos compañeros; quería tanto contarles la historia de los muñecos detrás del vidrio… Les pregunta quiénes son, donde están, riendo y tirando besos.

– No sabes… este es el árbol de Navidad del Cristo – le respondierón. – Todos los años, en este día, hay un árbol así, que Jesús da los niños que no tuvieron árbol de Navidad en la Tierra…

Y supo que todas esos niños habían sido igual a él; mas unos murieron helados en los cestos en que los abandonaron en las puertas de los palacios de Petersburgo; otros murieron en los asilos de las provincias, o en el propio seno de las madres, durante el hambre de Samara, o asfixiados por el aire contaminado de las colmenas. Mas ahora viven todos como ángeles, con el Cristo; y Él los bendice, en un gesto de ternura que se extiende a sus pobres madres… Hey las todas, a lo lejos, llorando, mirando para los hijos que pasan revoloteando junto a ellas, besándolas levemente, enjugándoles las lágrimas pidiéndoles que no lloren, pues se encuentran tan bien…

Y allá abajo, a la mañana siguiente, los porteros descubrieron el cadáver de un niño helado cerca de un montón de leña. Buscaron a su madre… ella murió un poco antes de él; tal vez los dos se hayan encontrado en el cielo…Por qué habré yo imaginado una historia tan poco razonable, tan poco en los moldes de un escritor serio! ¡Y se dice que yo me proponía solo contar hechos reales! Mas la cuestión es justamente esa: siempre me pareció, como parece, que todo eso podría ocurrir, esto es, la parte del sótano y del montón de leña. En cuanto al árbol de Navidad de Cristo, no podría afirmar que exista.

Mas, ya que soy romancista, puedo bien imaginar que sí.

 

Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 
 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita