Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

 
Sacrificio de madre


El padre había desencarnado hacía ya algún tiempo, partiendo hacia la Patria  Espiritual, y Maneco se quedó solo con su mamá.

La vida, que hasta esa fecha había sido tranquila, sin que nada les faltara, se volvió difícil. Los recursos que el padre había dejado disminuían día a día y, en pocos meses, se acabaron por completo.

Maneco, sin embargo, sin darse cuenta de la situación, continuaba su vida: estudiaba, jugaba y se divertía.

Acostumbrado a tener lo que deseaba, sin privarse de nada, comenzó a reclamar por todo: por la comida, la ropa gastada, los zapatos usados, mostrándose exigente e insatisfecho.

Su madrecita amorosa, cuyos recursos se restringían a la pensión que el marido había dejado al desencarnar, no sabía qué hacer para agradar al hijo.

Como no tenía dinero, la pobre mujer recurría a la bondad de los vecinos y amigos, pidiendo prestado lo suficiente para comprar algo mejor para su hijo: una fruta, un pedazo de carne, algunas patatas, algún dulce.

Cuando el jovencito se sentaba a la mesa y comía con apetito, la mamá se sentía compensada de sus esfuerzos, y lo miraba embelesada, satisfecha. Maneco preguntaba:

- ¿No vas a almorzar, mamá?

Invariablemente ella respondía, dando una disculpa:

- No tengo hambre, hijo mío.

O, entonces, alegaba que ya había almorzado, o que almorzaría después.

Un día, al llegar a su casa, Maneco encontró a su madrecita en cama, desfallecida. El médico, llamado deprisa, después de examinarla, informó:

- El estado de tu madre es de debilidad extrema. Probablemente no come hace varios días. Necesita alimentarse mejor para poder recuperar sus fuerzas.

Maneco, sorprendido, no sabía qué decir. Acercándose al lecho, preguntó a su mamá:

- ¿Por qué no has estado comiendo, mamá?

La generosa señora, un poco avergonzada, no dijo nada; apenas una lágrima descendió por su rostro pálido.

Maneco, perplejo, comprendió por fin. Poco a poco fue relacionando los hechos, acordándose de todo lo que había sucedido, y entendió que su mamá se sacrificaba por él. Daba lo mejor de sí para su hijo, no guardando nada para ella misma. Y él, insensible y prepotente, nunca se había dado cuenta del sacrificio de su madre.

Maneco cayó arrodillado, en lágrimas, al lado del lecho pobre, mientras le decía con la voz entrecortada por la emoción:

- Perdóname, mamita, por no haberme dado cuenta de nuestra situación real y la grandeza de tu generosidad. ¡Pero nunca sentí que nos faltara algo! ¿Cómo es que conseguías comprar todo lo que me dabas?

Una vecina, que había llegado poco antes y escuchaba la conversación, respondió conmovida:

- Tu mamá pedía prestado el dinero de uno y de otro para que nada te faltara, Maneco.

- ¡Dios mío! ¿Cómo pude ser tan ciego? Mamá, yo conseguiré un empleo, pues ya tengo edad suficiente para trabajar. No ganaré mucho, por cierto, pero lo poco que reciba será suficiente para amenizar nuestro infortunio. Dios nos ayudará, mamá, y seremos incluso muy felices.

La mamá, con una sonrisa tierna, afirmó contenta:

- Dios ya nos ayudó, hijo mío, ¡y me considero muy feliz por haberme dado un hijo como tú!

 

Tía Célia

 

 

Traducción:
Carmen Morante
carmen.morante9512@gmail.com

 

 

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita