Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

 

Encuentro con la realidad


Marcos era un niño que, a pesar de tener todo, no valoraba las cosas que tenía.

Nunca estaba contento con los juguetes que ganaba y reclamaba siempre por la ropa que su madre le compraba con tanto cariño. Pero peor aún era cuando llegaba la hora del refrigerio. Marcos nunca estaba satisfecho, alegando que la comida siempre era mala y sin gusto.

Su mamá le aconsejaba, preocupada por su bienestar:

- Come un poco, hijo mío. ¡Necesitas alimentarte!

- ¡No quiero! ¡No me gusta nada! Esta comida es fea. Quiero chocolate y galletas.

- Pero, hijo mío – insistía la mamá con cariño y tolerancia - ¡ni siquiera la probaste! La carne asada es una delicia. Además, los alimentos son necesarios para nuestro organismo. Terminarás debilitándote...

El niño hacía una mueca de desagrado y respondía maleducado:

- No. No quiero. No me gusta la carne asada. Pero si fuera un pastel de fresas...

La mamá suspiraba, desanimada. Pero, al día siguiente, a la hora de almuerzo, la mamá afirmaba contenta:

- Hoy hice lo que querías, hijo mío. Mira lo que tenemos para el almuerzo. ¡Un lindo y apetitoso pastel de fresas!

El niño hacía una mueca y reclamaba, malhumorado:

- ¡¿Pastel de fresas?!... ¿Justo hoy que tengo ganas de comer macarrones?

Y así sucedía siempre: en el desayuno, en el almuerzo, en la cena. Nada era bueno.

Él no comía a menos que fueran golosinas, y cada día adelgazaba más, a pesar de que su mamá le aconsejaba, preocupada:

- Marcos, hijo mío, tenemos que saber agradecer a Dios lo que nos da. Hay muchos niños que darían todo por tener lo que tienes y no valoras.

Marcos tenía un compañero en el colegio que vivía siempre muy callado. Era un niño humilde, bueno y delicado, y a Marcos le agradaba.

Un día, Marcos se quejó de la insistencia de su mamá para que él comiera y le preguntó a Juan si la suya también era así.

- No – respondió Juan, con sencillez.

- ¿Cómo? ¿Tú mamá no insiste que comas?

- No. Mi mamá me deja a gusto.

Marcos quedó muy entusiasmado:

- ¡Ah! ¡Cómo me gustaría vivir en tu casa! Estoy cansado de la vida que tengo. ¿No podría pasar unos dos días con ustedes? Mira, este fin de semana estaré libre; mis papás van a viajar y me quedaré con los sirvientes. No será difícil convencer a mi mamá que me quede en tu casa. ¡Por favor, me gustaría mucho!

Ante la insistencia de Marcos, Juancito aceptó de mala gana.

No pasó mucho tiempo, pues ya era viernes. Concedido el permiso de pasar el fin de semana con su amigo, Marcos arregló algunas cosas en una pequeña mochila y fueron a la casa de Juancito.

Caminaron... caminaron... caminaron mucho. Esa fue la primera decepción de Marcos, pues la casa quedaba muy lejos, en un barrio distante del centro de la ciudad.

Al llegar, el niño se extrañó de la sencilleaz de la morada. Era una pequeña construcción de madera, pintada de color crema y cercada por un pequeño jardín.

Juan presentó su amigo a su mamá, explicando que Marcos sería huésped de la casa por dos días. Amable, la señora le dijo con una sonrisa amistosa:

- ¡Eres bienvenido, hijo mío!

Alegando que estaba cansado, Marcos pidió reposar un poco, preguntando donde estaba el cuarto que iría a ocupar.

- ¡Aquí mismo! – apuntó Juancito. – Dormiremos mi hermano, tú y yo en el mismo cuarto. Tú y mi hermano ocuparán las camas, yo duermo en el suelo.

Marcos no dijo nada, pero no le gustó el tener que compartir cuarto con otras personas. Siempre había tenido su cuarto propio.

El refrigerio fue frugal, consistiendo en té con pan. Extrañado, Marcos preguntó:

- ¿Solo esto?

- Solo esto. Esta es nuestra comida – respondió la dueña de la casa con delicadeza. – Desde que mi marido murió, nuestra situación se volvió muy difícil y lucho para mantener la casa. ¿Aceptas un poco de té?

- No me gusta el té, gracias.

- Lo siento mucho. No tengo otra cosa para ofrecerte. Cuando tengo dinero compro leche, pero hoy no me alcanzó.

Marcos se fue a dormir con el estómago vacío. A la mañana siguiente, el desayuno fue aún más escaso. No había pan, solo té.

Era sábado y no tenían clases. La mamá de Juancito los levantó temprano. Necesitaban ayudarla en los cuidados de la huerta.

A regañadientes, Marcos trabajó toda la mañana. A la hora de almuerzo estaba famélico. Para comer, había unos huevos, zanahorias y coles, recogidos de la huerta, y arroz.

Con el hambre que tenía, Marcos aceptó la comida sencilla con gusto. Después del almuerzo ayudaron en las tareas domésticas y después fueron a jugar.

A esa altura, Marcos ya tenía hambre de nuevo. Se acordaba de la comidita deliciosa y abundante de su mamá, de los dulces sabrosos, de las galletitas... y sintió una profunda nostalgia. ¡Ahora todo eso le parecía tan importante!

La mamá de Juancito había hecho pan y el olor del pan horneado era muy acogedor. Comió pan y tomó té, como si fuera el mejor refrigerio del mundo.

Al final de la semana, cuando volvió a casa, estaba muy diferente. Al encontrar a su mamá, Marcos le habló conmovido:

- Te extrañé mucho, mamá.

- ¿Cómo fue el paseo? – preguntó ella, sintiendo que algo había pasado.

- Sabes, mamá, aprendí muchas cosas. ¡Hasta aprendí a degustar el té, las zanahorias y las coles! Juancito es un niño muy pobre y ellos casi no tienen qué comer. Él no tiene ropa, ni juguetes, y sus zapatos tienen huecos. Ahora entiendo por qué dices que tenemos que agradecer a Dios todo lo que tenemos.

La mamá abrazó a su hijo, emocionada.

- Qué bueno, hijo mío, que ahora pienses así.

- Comprendo ahora que la vida puede ser muy difícil y pienso que tuve un encuentro con la realidad. Quiero pedirte que vengas conmigo a la casa de Juancito. ¡Hay muchas cosas que no necesito y que a ellos les hace falta!

La mamá miró con los ojos llenos de lágrimas a ese niño de ocho años y que ahora le parecía un hombrecito, hablando tan serio y convencido.

Lo abrazó con inmenso cariño, agradeciendo a Dios la provechosa lección que su hijo había tenido.

 

TIA CÉLIA

 

 
 
Traducción:
Carmen Morante: carmen.morante9512@gmail.com

 

 

     
     

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 Revista Semanal de Divulgação Espírita