Especial

por Ricardo Baesso de Oliveira

El Espíritu y la corporeidad

El objetivo de la reencarnación fue establecido por Allan Kardec, al reproducir el siguiente pensamento de los Espíritus:

[...] si no existieran montañas, no comprendería el hombre que se puede subir y descender; si no existieran rocas, no comprendería que hay cuerpos duros. Es preciso que el Espíritu gane experiencia; es preciso, por lo tanto, que conozca el bien y el mal. He ahí porqué se une al cuerpo. ¡ 

El Espíritu, según el texto, se une al cuerpo, a través de la dinámica de la reencarnación, para comprender, conocer y ganar experiencias. Experiencia consiste en el acto o efecto de experimentar, surgiendo de esa experimentación correcta práctica, que se traduce en habilidad. Los autores del texto evocan muchos más estados de sentimientos de lo que estados de intelecto. Nadie puede explicar a otra persona, que nunca conoció determinado sentimiento, o en qué consisten la calidad o el valor de él. Necesitamos tener oídos musicales para juzgar del valor de una sinfonia; necesitamos sentirnos enamorado para comprender el estado de espíritu de un enamorado. Si nos faltara el corazón o el oído, no podríamos interpretar con justicia al músico ni al amante.

Por otro lado, al afirmar que es necesario que el Espíritu adquiera experiencia a través del conocimiento del bien y del mal, pueden estar refiriéndose a vivencias en contextos ambientales distinguidos (en unos predomina el bien, en otros, el mal), pero, tal vez, prioritariamente, están reportándose al aprendizaje que el Espíritu va construyendo para sí a través de sus aciertos y errores. No al conocimiento teórico, que sólo suministra una descripción exenta de vivencia. Sino a la experimentación viva y real de la realidad propuesta. Leer sobre cierto dolor en un compéndio médico no da al paciente la experiencia de verdaderamente, conocer la esencia del dolor. Es la vivencia que da el total conocimiento, pues une la teoría a la práctica, cerrando el círculo del saber. Así, ellos tal vez estén refiriéndose menos al conocimiento intelectual del bien y del mal (saber que ciertas cosas están erradas), y más al conocimiento experimental del bien y del mal (conocer el sentimiento del error y del acierto). Determinadas experiencias que dan placer al Espíritu son repetidas por él en la búsqueda de perfeccionar una fórmula que le de gratificación. Otras, cuyo resultado final no lo satisface, son evitadas. Es así que, poco a poco, él va construyendo su metodologia en el intento de sufrir menos.

Examinando el tema, el antropólogo cubano Fernando Ortiz recuerda que el evolucionismo de los espíritas es tan fatal como el de los biólogos. Si los naturalistas dicen natura non facit saltum (la naturaleza no da saltos), los espíritas podrán decir, análogamente, spiritus non facit saltum (el Espíritu no da saltos); el espíritu ha de subir pausada o rápidamente, según su esfuerzo, sin embargo escalón a grado, hasta la superioridade de los “ángeles”.

Algunos puntos son colocados en una reflexión inicial: ¿el Espíritu podría vivir las experiencias de crecimiento exclusivamente en la dimensión espiritual? ¿En qué difieren las experiencias en las dos dimensiones? Examinemos esas cuestiones.

La literatura mediúmnica contemporánea, especialmente la vasta obra del Espíritu André Luiz, dictada a través de Chico Xavier, presenta la noción de las colonias espirituales, verdaderas ciudades del Más Allá, donde son descritos hospitales, escuelas, residencias, vehículos de transporte, parques de música y arte para entretenimiento etc. Tal realidad metafísica es descrita al lado de una intensa vida social y comunitaria, que se identifica, en muchos detalles, con la vida experimentada en la dimensión física. ¿Es natural, por lo tanto, que indaguemos si, delante de tal condición, los Espíritus no podrían expandir sus potencialidades – el progreso intelecto-moral - exclusivamente en esa comunidad?  ¿Cuál es el sentido de la corporeidad, si todas las condiciones encontradas aquí, en la Tierra, son igualmente, encontradas, allá, en las colonias espirituales?

Aunque la dimensión espiritual, en muchos aspectos, se identifique con las condiciones de vida en la Tierra, hay diferencias entre ellas. Son esas diferencias que, de entre otras cosas, dan un sentido a la reencarnación. La dimensión física se diferencia de la dimensión espiritual en los siguientes aspectos:

1- La inserción en un ciclo vital que es propio de la biología reencarnatoria: nacer, crecer, enamorarse, reproducirse, crear hijos, envejecer, identificar con un cuerpo con características genéticas peculiares y vivir enfermedades que son exclusivas de la organización corpórea. Cada uno de esos procesos ofrece al reencarnante posibilidades diferentes de interiorizar señales que van al encuentro de su propia madurez, desarrollando sus habilidades. La experiencia de la gestación y de la maternidad, por ejemplo, es única en el sentido de vivir ciertas emociones que son exclusivas de esa condición. Las mujeres que vivieron esas experiencias pueden decir lo que eso representó para ellas. De la misma forma, la experiencia del envejecimiento, que manda recados para la intimidad del ser. Si bien entendidos y vividos, esos recados pueden transformarse en elementos de crecimiento. Muchas personas dicen, al final de la vida: “¡Cuánto aprendí con la tercera edad! ¡Si hubiera, a los treinta años, la madurez que tengo hoy, habría cometido menos errores!” Tal ciclo de vida, como lo conocemos, parece no existir en la dimensión.

2- La lucha por la supervivencia: la inserción en la dimensión física coloca al Espíritu en un medio en que la actividad y el trabajo son prácticamente obligatorios, de lo contrario, viene el hambre, la enfermedad y la muerte. Eso no se da en la dimensión espiritual (aún porque, ya estando muertos, no pueden morir nuevamente). El trabajo es el motor del progreso y la actividad incesante es la palanca en el desarrollo de las inteligencias. Resolver problemas relacionados al propio acto de vivir desarrolla las inteligencias y expande las posibilidades mentales del Espíritu. Historicamente, nosotros somos supervivientes de grandes tragedias, que exigieron de nosotros un esfuerzo inmenso. Debemos a ese esfuerzo nuestra supervivencia. Hace cerca de 65 millones de años, la caída de un enorme meteorito en el golfo de México, dizminuyó al 90% de los seres vivos en la Tierra. Nuestros antepasados sobrevivieron porque fueron capaces de superar las adversidades. Mucho tiempo después, cuando África se hizo gradualmente más seca y desaparecieron las selvas tropicales, nuestros primos más próximos, los símios primitivos, tuvieron que escoger entre dos caminos: permanecer confortablemente en las selvas restantes o descender de los árboles”, en busca de un nuevo hábitat. Los antepasados de los chimpanzés, de los gorilas, de los gibones y de los orangutanes se dejaron quedar, dando origen a los primates actuales. Los antepasados de otros símios si abandonaron la selva y se lanzaron en la competición con los otros animales terrestres, ya adaptados al suelo. Era una tara peligrosa, pero que fue venturosa: esos símios dieron origen al hombre. Así, por haber superado las adversidades y admitiendo valientemente los desafíos es que nos hicimos lo que somos.

3 - El periodo de la infancia, haciendo el Espíritu más accesible al perfeccionamiento del carácter, a través de la educación y de los buenos ejemplos de los padres, profesores, y de la intervención saludable de las religiones. Esas intervenciones, cuando positivas, pueden auxiliar en la transformación moral de la individualidad. ¿Cómo transformar, en hombres de bien, tantos Espíritus cristalizados en el mal, sino haciendo que pasen por periodos múltiples de infancia, llevándolos a la convivencia sana con padres amorosos, pero disciplinadores, que estarán sembrando en sus corazones las semillas de la bondad, de la justicia y de la consideración por el semejante? Se lee en Kardec: No es raro que un mal Espíritu pida le sea dado buenos padres, en la esperanza de que sus consejos lo encaminen por mejor senda y muchas veces Dios le concede lo que desea. No existe infancia, como la conocemos, en el mundo espiritual¡¡

4 - El olvido del pasado, que permite a la individualidad convivir con sus desafectos, sin acordarse de los desatinos perpetrados recíprocamente. Tales recuerdos podrían reanimar animosidades, creando obstáculos a la armonización de las relaciones.  El recuerdo de nuestras personalidades anteriores tendría inconvenientes muy graves; podría, en ciertos casos, humillarnos mucho; en otros, exaltar nuestro orgullo y, por eso mismo, dificultaría nuestro libre-albedrío. Según Kardec, Dios dio, para mejorarnos, exactamente lo que es necesario y basta: la voz de la conciencia y nuestras tendencias instintivas, privándonos de lo que podría perjudicarnos. Si tuviéramos recuerdo de nuestros actos personales anteriores, tendríamos igualmente la de los otros, y ese conocimiento podría tener los más desastrosos efectos sobre las relaciones sociales.  ¡¡¡Kardec, examinando el retorno del Espíritu al mundo corpóreo, comenta que, cuando el niño respira, comienza el Espíritu a recobrar las facultades, que se desarrollan a medida que se forman y consolidan los órganos que le han de servir a las manifestaciones. Pero, al tiempo que el Espíritu recobra la conciencia de sí mismo, pierde el recuerdo de su pasado, sin perder las facultades, las cualidades y las aptitudes anteriormente adquiridas, que habían quedado temporalmente en estado latente y que, volviendo a la actividad, van a ayudarlo a hacer más y mejor de lo que antes. Él renace cuál se había hecho por su trabajo anterior; su renacimiento le es un nuevo punto de partida, un nuevo escalón a subir. Aún ahí la bondad del Creador se manifiesta, por cuanto, añadida a las amarguras de una nueva existencia, el recuerdo, muchas veces aflictivo y humillante del pasado, podría turbarlo y crearle obstáculos. Él trae lo que aprendió bajo la forma de tendencias e inclinaciones, por serle eso útil. He ahí, pues, que surge un nuevo hombre por más antiguo que sea como Espíritu. Adopta nuevos procesos, auxiliado por sus adquisiciones precedentes. Cuando retorna a la vida espiritual, su pasado se le desplega delante de los ojos y él juzga como empleó el tiempo, si bien o mal. No hay, por lo tanto, solución de continuidad en la vida espiritual. Cada Espíritu es siempre el mismo yo, antes, durante y tras la encarnación, siendo esta, apenas, una fase de su existencia.  

5 - La convivencia con personas de nivel evolutivo diferente. En la dimensión espiritual, la ley de sintonía es absoluta. Los semejantes se buscan en la inmensidad del espacio, constituyendo grupos de afines. En la dimensión física, eso no se da – viven todos en un “cesta de gato”: el responsable al lado del irresponsable, al lado del irresponsable, el justo al lado del injusto, el sabio al lado del obtuso, el gentil al lado del grosero etc. La convivencia en la diversidad estimula el progreso. Los que se hallan en condición evolutiva inferior tienen, en sus superiores, el ejemplo y el estímulo para la autosuperación. Los que se encuentran en posición superior encuentran en la convivencia con los que están en posición inferior las oportunidades para ejercitar la tolerancia, la paciencia y la perseverancia. Por eso, las diferencias que existen entre nosotros no deben ser sólo respetadas, ellas son la riqueza de la humanidad, pues forman el caldo de cultura que sirve de base para una filosofía del diálogo. Si todos fueran absolutamente iguales no encontraríamos los elementos deflagradores del desarrollo personal.  Kardec admite eso al decir que la desigualdad existente entre los Espíritus es necesaria a sus personalidades.v

Las condiciones diversas implícitas en el concepto de corporeidad permiten al reencarnante vivir experiencias diferentes, que son siempre experiencias de crecimiento. En cada experiencia, él va interiorizando conquistas, aprendiendo con los errores, expandiendo las posibilidades de la mente, elaborando emociones, conquistando sentimentos superiores, desenvolvendo las potencias del Espíritu, durmientes en su individualidad.

Son múltiples las experiencias: la experiencia de la escasez y la experiencia de la abundancia, del desafio profesional y de la perseverancia, de la enfermedad crónica y de la limitación de uno de los sentidos físicos. También la experiencia de la belleza, de la feura, del desempleo, del desastre financiero, de la genética desfavorable de los adicciones sociales y de la dependencia química, del ambiente pernicioso, del mal ejemplo de los padres, del buen ejemplo de los padres, del ambiente saludable, de la soledad y de la frustración afectiva sensibilizándonos a cuidar mejor de las nascentes del corazón etc.

Vivir la experiencia y dar significado a ella para aprender: aprender a ser, a conocer, a hacer y a convivir. Aprender a ceder, a amar sin condiciones, a servir sin esperar a cambio, a esperar pacientemente, a escuchar con atención.

¡Buscar experiencias que nos enseñen a atribuir valor a otros placeres! Porque del punto de vista biológico, lo que importa es el éxito genético, o sea, la supervivencia y la reproducción del ser. La ley de la selección natural cuida para que sobrevivan y reproduzcan los seres más aptos. La especie humana desarrolló, a través de la evolución, mecanismos en su cerebro que contribuyen para esa aptitud biológica o adaptación, o sea, sobrevivir y reproducirse. Uno de esos mecanismos fue equipar el cerebro con una caja de herramientas del placer, llevando el Homo sapiens a considerar cómo placentero todo aquello que pueda contribuir para su éxito genético. Los principales instrumentos generadores de placer en el cerebro, según biólogos evolucionistas, están relacionados con alimentación, sexualidad, seguridad, paternidad, amistad, estatus y conocimiento. Necesitamos, ahora, descubrir placeres que no aquellos definidos biológicamente por la evolución: el placer de cosas simples como la conversación amigable, la música y la lectura; el placer en ayudar, estudiar, descubrir, el placer de sentirse creciendo espiritualmente.

Pues nadie aprende con la experiencia del otro. Cuando una periodista preguntó a la Dra. Elizabeth Klüber-Ross si ella creía en la existencia de los Espíritus, ella respondió enfáticamente:

 - “¡No, mí hija, yo no creo! Yo que los Espíritus existen”.

Para ella, la existencia de un mundo espiritual no era más que una cuestión de fe, de creencia. Ella misma había vivido las experiencias mediúmnicas, pues dialogaba con enfermas terminales que le aparecieron tras la muerte, hablándole de la inmortalidad del alma. No necesitaba del artificio de la fe, porque no más dependía de la experiencia de otros. Cuando vivimos la experiencia, no es más una cuestión de fe, sino de convicción.

Un comediante norteamericano dijo, jocosamente, que el día en que entró en el primer grado, su madre fue hasta la escuela y dijo al profesor: “Cuando mi hijo se comporte mal, por favor, golpee al niño que está al lado de él y así él aprenderá por el ejemplo”. La gracia de la anecdota está en el absurdo de la idea. Las experiencias de los otros pueden informarnos sobre determinada situación, en esclarecer sobre hechos y consecuencias, pero no podrán jamás ser contabilizadas como elementos de construcción personal: el progreso es particular, propio, intransferible, pues se verifica en la intimidad de la criatura. Se da de dentro para fuera. Nadie negará el valor del estudio y de la aclaración. Pero el valor de ellos está en facilitar nuestra realización, esclareciendo sobre una u otra cosa, pero no representan desarrollo espiritual de verdad, que se verifica en la concreción de la vida real.

El aprendizaje exige la concreción del acto, y, muchas veces, de la repetición del mismo acto. Veamos un ejemplo: queremos hacer una tarta de chocolate tal como enseñan en determinado programa de TV. ¿Cuáles son los pasos a continuación? Nos sentamos delante de la TV con un block de anotaciones. Registramos cautelosamente todos los pasos, observando atentamente como fue hecho. Memorizamos la receta. Somos capaces de reproducir para cualquier persona. ¿Pues bien, podemos afirmar que sabemos hacer la tarta? ¡Obviamente, no! Para aprender a hacerlo necesitamos “poner la mano en la masa”, o sea, necesitamos poner en práctica todo aquello que aprendemos en la teoría. En la primera tentativa, tal vez, la tarta quede apelmazada, en la segunda, fofa demás, en la tercera, pegada en la forma. Posiblemente, tras varias tentativas, la tarta quede buena. Ahí sí, podemos afirmar: aprendemos como se hace una tarta de chocolate! poniendo en práctica todo aquello que aprendemos en la teoría. En la primera tentativa, tal vez, la tarta quede apelmazada, en la segunda, fofa demás, en la tercera, pegada en la forma. Posiblemente, tras varias tentativas, la tarta quede buena. Ahí sí, podemos afirmar: ¡aprendimos como se hace una tarta de chocolate!

Evolucionar es, sobre cierto aspecto, como aprender a andar en bicicleta. Quién desea hacerlo se inscribe en un curso teórico o compra el manual “¿Cómo andar de bicicleta”? ¡No! El aprendiz sube en la bicicleta e intenta andar. Caerá algunas veces, hasta que su cerebro, “domando” los circuitos relacionados al equilibrio, automatice el proceso y aprenda a andar sin caer. Mientras el Espíritu joven, en encarnaciones primitivas, la bicicleta nos es ofrecida con dos ruedecitas. La tutela de la Espiritualidad superior es mayor, como se da con los niños, y la evolución más lenta. Posteriormente, un poco más maduro, una de las rueditas es retirada (como si los ángeles guardianes dijeran: “¡intenta tú mismo!”). Más adelante, finalmente, identificados con una evolución consciente, más maduros delante de la posibilidad de hacer por nosotros mismos, la segunda ruedita también es retirada y pasamos a ser responsables por nuestras elecciones.

 

[i] O Livro dos Espíritos, item 634

[ii] O Livro dos Espíritos, item 209

[iii] O Livro dos Espíritos, item 394

[iv] A Gênese, cap. XI

[v] O Livro dos Espíritos, item 119

 

Traducción:

Isabel Porras - isabelporras1@gmail.com

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita