Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

 

Una pesca inesperada


Antonio vivía con su familia en una pequeña aldea a la orilla del mar y su papá, Pedro, era pescador.

Esos eran días difíciles. Vivían de la pesca y los peces habían desaparecido del mar.

La mamá de Antonio trabajaba mucho haciendo todo el servicio doméstico y también ayudando en la limpieza de los peces que serían puestos en venta.

Nunca les faltaba lo necesario a pesar de ser pobres. Ahora, sin embargo, el hambre rondaba por la casa.

Durante muchos días, su papá había salido al mar, tirado las redes, pero el barco regresaba vacío.

Un gran desánimo tomó lugar en el corazón del pescador que ya no tenía ganas de salir a pescar.

La comida escaseaba en su hogar, pues no tenían dinero, y Pedro veía con preocupación el día en que su familia pasaría hambre.

Un día, golpeó a la puerta de la casa del pescador una viejita suplicando un plato de comida.

- Estoy hambrienta – dijo en voz baja. – ¡Por amor a Dios, ayúdenme!

Pedro, irritado y nervioso con la situación difícil que pasaban en ese momento, respondió con rudeza:

- ¿Ayudarla cómo? ¡Ni siquiera tenemos lo suficiente para nuestra alimentación! No puedo.

El pequeño Antonio, teniendo compasión de la pobre viejita, refutó:

- Pero, papá, ¡ella está pidiendo en nombre de Dios! Mamá me enseñó que Jesús dijo que debíamos hacer a los otros lo que nos gustaría que los otros hicieran por nosotros. Si estuviésemos en una situación como la de esta señora, ¿no apreciarías también ser tratado con bondad?

La mamá de Antonio, de corazón generoso y también deseando ayudar a la anciana, estuvo de acuerdo:

- Nuestro hijo tiene razón, Pedro. Además, ¡un plato de comida es tan poco! No nos hará falta y Jesús estará contento con nosotros.

Vencido por los familiares, Pedro estuvo finalmente de acuerdo.

Era hora de comer y, cariñosamente, la mamá de Antonio hizo que la mendiga entrara.

Se sentaron a la mesa y repartieron fraternalmente lo poco que tenían.

A la mañana siguiente el niño se despertó y vio a su padre dentro de casa.

- ¿No vas a salir a pescar hoy? – preguntó curioso.

- No sirve de nada. Los peces desaparecieron del mar – respondió el pescador, muy desanimado.

Antonio, con los ojos brillantes, dijo:

- Ten confianza en Jesús, padre mío. Él no nos desampara nunca. Vamos al mar y yo te ayudaré a pescar. Tengo fe en Dios de que lo conseguiremos.

Más animado por las palabras del niño, Pedro recogió sus cosas rápidamente y salieron con el barco.

Pedro tiró las redes y, para su sorpresa, la recogió llena de peces. Y así la segunda y tercera vez. Regresaron a casa felices.

Pedro no contenía su alegría:

- Gracias a ti, hijo mío, tuvimos una gran pesca y la tranquilidad volverá a reinar en nuestra casa.

Hizo una pausa, abrazó al niño y terminó conmovido:

- Si no fuera por tu fe en Dios, no lo hubiéramos conseguido. Qué bueno que Jesús nos enseñó que quien tiene la fe del tamaño de un grano de mostaza conseguiría cualquier cosa. ¿Pero por qué tenías tanta seguridad de que nosotros no volveríamos con las manos vacías?

- ¡Porque aprendí con Jesús que cuando ayudamos a alguien también somos ayudados! - respondió Antonio con mucha lógica.

Pedro miró a su hijo por un largo rato, con los ojos llenos de lágrimas, agradeciendo a Dios por las lecciones que había dado ese día inolvidable a través de la boca de un niño.

A partir de ese día, Pedro pasó a confiar más en Dios e, informado de que esa viejita no tenía un hogar ni parientes, la invitó, desde ese día en adelante, a vivir en su casa y formar parte de su familia.

 

TIA CÉLIA
 

 
 
Traducción:
Carmen Morante: carmen.morante9512@gmail.com

 

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita