Editorial 

Año 11 – Nº 518 – 28 de Mayo de 2017

Dios ama todas las criaturas con la misma intensidad


“¡(…) el pecado ya es la propia punición del pecador!” (Habla de uno de los personajes de la película La Cabaña.

El pecado es la propia punición del pecador porque él es la fuente de la reacción o efecto del acto erróneo. Como fuente de expiación, el error, sea en contra sí mismo o en contra otros, trae consecuencias infelices que son verdadero látigo que hiere, pero impele hacia delante. El Espíritu de Lázaro, en El Evangelio según el Espiritismo (cap. IX, ítem 8), hace una analogía con el azote y la espuela como medio de doblar el meollo de los orgullosos. La expiación es el azote y la espuela.

“Luego se configura la cuestión del perdón, que él, en algún momento, deberá enfrentar, para finalmente, libertarse del fardo enorme del desespero y de la angustia que lo consumen, minando la salud mental, emocional y espiritual.” (Christina Nunes, en el especial El mensaje de amor de la cabaña, uno de los relieves de la presente edición.) 

El perdón es factor de liberación. Con él se deshacen vínculos deprimentes entre dos personas que se odian. El perdón constituye el primer paso para la reconciliación.  

La desesperación y la angustia persiguen las almas sensibles que pierden la fe y la esperanza. La desesperación es como una tormenta que se presenta sin avisar y toma de asalto al hombre incauto, que no tiene defensas en contra esa tormenta en forma de espino dilacerante que rasga el alma y genera un dolor insoportable. 

La angustia es como una lepra que envuelve todo el cuerpo con un prurigo difícil de tratarse. Ella nace en el íntimo del ser y brota como una idea aflictiva. Aflicción, esa es la naturaleza de la angustia, que va, todavía, más allá de la aflicción común a todos los hombres. Es una aflicción profunda y desesperadora. Cuando ella surge es como se sumergiésemos en nuestro interior y nos deparásemos con un inmenso vacío. Generalmente no vemos nada. Ninguna idea, ningún imagen, ninguna palabra; solamente la presencia plena de la angustia. 

“En la mayor parte del tiempo, por fuerza de la costumbre, condenamos implacablemente. Del ambiente familiar, a los personajes incontables presentes en los noticiarios diarios, condenamos o absolvemos sin parar, según nuestros pareceres de múltiples facetas.” (Christina Nunes, en el artículo mencionado.) 

Tenemos ojos sólo para los defectos ajenos, pero generalmente no vemos los nuestros. Condenamos sin ruegos o absolvemos por complacencia. Condenamos sin ruegos todo lo que nos causa escándalo, olvidándonos que lo que nos escandaliza está presente en nosotros y no vemos porque – inconscientemente – no queremos ver. Absolvemos por complacencia siempre que eso lisonjee nuestra vanidad.

Hemos dicho cierta fecha, y repetimos: Dios ama todas las criaturas con la misma intensidad. Tanto al santo como al bandido. ¿Por qué, entonces, hay personas que se sienten abandonadas por Dios, se sienten desprovistos de la Providencia Divina? ¿Fueron desheredadas? No. Lo que ocurre resulta de una cierta percepción que tenemos del amor divino. Y eso  depende del cuánto de amor cargamos en el pecho.  

Cuanto más amor cargamos, en mayor proporción reconoceremos el amor de Dios para con nosotros y más amados, evidentemente, nos sentiremos. Luego, el individuo que poco ama es natural que se sienta, a veces, abandonado, desheredado y mismo desgraciado, como muchas personas se definen cuando enfrentan en su camino las consecuencias de las maldades que hicieron.
 

Traducción:
Elza Ferreira Navarro - mr.navarro@uol.com.br 

 

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita